Gran tarde de Miguel Ángel Perera en la 2ª de San Miguel en Sevilla con un balance menor de lo que mereció el extremeño, que solo por el fallo con la espada en el sexto perdió un premio grande. Floja corrida de García Jiménez, voluntarioso El Cid y muy discreto Castella.

Plaza de toros de Sevilla, 2ª de San Miguel. dos tercios de plaza. Cuatro toros de Olga Jiménez y dos de Hermanos García Jiménez, correctos de presencias, justos de casta, muy flojos, nobles, aunque de juego escaso. Saludaron en banderillas Ambel Posada, Joselito Gutiérrez, Juan Sierra y Guillermo Barbero. Gran lidia de José Chacón.

El Cid, azul rey y oro, saludos y vuelta al ruedo.

Sebastián Castella, turquesa y oro, silencio y silencio.

Miguel Ángel Perera, celeste y oro, una oreja y saludos.

Carlos Crivell.- Sevilla

La corrida tuvo un momento clave, mágico, que define lo que es un torero en plena forma, con un sitio tremendo en la cara de los toros. Fue en el tercero, ya con la faena muy avanzada, cuando ya se suponía que Miguel Ángel Perera poco más podía hacerle al toro. Había sido un astado muy vulgar, algunas embestidas mejores y otras a oleadas. Perera atornilló las zapatillas en el ruedo y le dio diez muletazos, más o menos, sin moverse, en los que cosió al toro en su muleta para llevarlo por donde no quería. La figura del torero permaneció firme e inmutable mientras su muñeca era como un director con su batuta. La orquesta sonó perfecta; los pitones del toro acariciaron el bordado de la taleguilla. La plaza rugió de emoción a falta de música, que no había atacado el pasodoble y ya no podía hacerlo con la faena ya finalizada.

Antes, con un toro flojo y descastado, un prodigio de sosería, se había contemplado una labor comenzada con unos hermosos ayudados por alto, algunas tandas largas bien rematadas, pero sin que la faena tomara el vuelo preciso ante un animal que estaba bajo mínimos. La estocada certera tras los diez inmensos muletazos del extremeño dieron paso a una oreja ganada con fuerza.

Perera quería rematar la tarde. Su momento, como ya se ha puesto de manifiesto en este final de temporada, es inmejorable. Cuando se tienen las ideas tan claras valen muchos más toros. Se fue a la puerta de toriles en el sexto y toreó con el capote con buen estilo. Era su declaración de que pedía a gritos un triunfo de clamor. El toro, acapachado, generoso de volumen, era tan flojo como sus hermanos. El tercio de varas fue un simulacro lamentable, como ocurrió en toda la corrida. Perera quería un toro vivo. Y lo tuvo. El de García Jiménez se movió bien por el pitón derecho y a remolque por el izquierdo.

La faena a este sexto comenzó con un toro que besó el albero de forma reiterada. Pasado el tiempo del acoplamiento, su labor creció con tandas de derechazos ligados y templados. El toro humilló ahora y se vino arriba. No fue lo mismo por el lado izquierdo. A las dudas del toro se sumó alguna ráfaga de viento. Vuelta a la derecha, Perera le puso la guinda a su buena faena. Un pinchazo y un bajonazo acabaron con el sueño. Al margen de ello, la imagen de Perera fue de torero en plenitud, poderoso, valiente, de ideas muy claras; de verdadera figura del toreo.

Los toros eran de la familia García Jiménez, de encaste Juan Pedro, con dos hierros y un único comportamiento. Muy flojos, descastados y con alguna nobleza como única virtud. Con este tipo de corridas se impone de nuevo la reflexión sobre el futuro de la fiesta, que bajo ningún concepto puede estar bajo el imperio de este tipo de reses. El tercio de varas se le hurtó de forma descarada al festejo, de forma que se podía proclamar que fue una corrida de toros sin picadores. Perera no picó a ninguno de los suyos. La orden era tajante. Para obedecer, sus piqueros marraron a la primera y luego arañaron la piel del toro. Este toro no debe ser el protagonista del toreo del futuro, porque además ni siquiera esta ausencia de castigo garantiza un buen comportamiento en la muleta, que se ha convertido en el epicentro de la corrida. La gente quiere muletazos, lo demás le importa muy poco. Lo que ayer se puso de manifiesto es que sobran los picadores. Y que los de García Jiménez no tienen ni casta ni fuerzas.

El Cid tropezó con dos reses nobles. El primero con una nobleza mansa, de tal forma que se abría en cada pase para que el torero estuviera muy cómodo. El de Salteras logró momentos de interés con la derecha, aunque lo mejor fueron algunos trincherazos muy estéticos. La falta de fuerzas del animal lastró la faena.

En el cuarto, toro rebrincado aunque noble, Manuel Jesús hizo un gran esfuerzo en una labor meritoria que pecó de falta de continuidad. Junto a tandas más reunidas y macizas, otras veces faltó contundencia. En contra del torero jugaron, además, dos factores. La banda de música, que estaba tocando, cortó de forma abrupta, como hace tantas veces. Y tras una estocada contraria, el toro se amorcilló y tardó en doblar. En fin, que se esfumó una oreja que el torero creía que tenía en sus manos.

Castella tuvo un mal lote y dio la impresión de que necesita un descanso. No se puede amparar su imagen de desgana en las penurias de un lote deslucido. Muy mecánico, sin alma, algo destemplado, llegó a ponerse pesado. Su tarde del otoño sevillano no le aporta ni un gramo de gloria, más bien lo contrario.

 La tarde fue de Perera de cabo a rabo. Sus diez muletazos, más o menos, sin moverse fueron la demostración de lo que un torero en buen momento puede lograr aunque no delante un buen toro.

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