Álvaro Pastor Torres.- Cuentan que el duque de Montpensier, al que los sevillanos motejaron como don Antonio “El Naranjero” por su afición al vil metal, ya que vendía las frutas que maduraban en los jardines de San Telmo, no pudo ser rey de España -después de haber hecho todo lo posible, y hasta lo imposible, por echar del trono a su cuñada Isabel II- porque había matado en duelo a otro cuñado de la reina, un tal Enrique de Borbón, curioso revolucionario que ostentaba el título ducal de la ciudad que lo había visto nacer, Sevilla, y también había conspirado de lo lindo contra Isabel, hasta el punto de haber pedido su afiliación a la I Internacional y sufrido numerosos exilios. Aunque para duelos sevillanos, los del Tenorio: literarios, chispeantes y llenos de ripios.

El mano a mano tuvo desde primera hora poca razón de ser. Ni chicha ni limoná, y eso que El Cid está pillando en este final de temporada todas las sustituciones habidas y por haber, y el joven Daniel Luque se muestra siempre tan donjuanesco en retos perdidos y declaraciones soberbias (acepciones primera, segunda o cuarta del DRAE). Porque en un mano a mano tiene que haber competencia, rivalidad, y aquí se “enfrentaban” un torero que –ojalá me equivoque- está en la cuesta abajo de su carrera y otro demasiado frío por un exceso de técnica que no termina de aprovechar las muchas oportunidades que ha tenido ya.

Lástima que el duelo taurino-hispalense en que quedó el primer festejo mayor de San Miguel por la incomparecencia del convaleciente Perera acabara colmando la paciencia de un respetable sufrido, aplaudidor, estoico y cariñoso hasta límites rayanos con la bobaliconería. Porque todo el mundo es bueno, o buenísimo como en este caso, hasta que le tocan más de la cuenta las narices, u otra parte del cuerpo, y la plaza terminó de soliviantarse a la salida del sexto, un novillote que los que lo aprobaron seguramente solo le vieron los pitones, o sea, que lo aprobaron por la cara. Gritos de ¡fuera, fuera! palmas de tango, maullidos y cabreo generalizado tras una nefasta tarde de toros, y también, en parte, de toreros. Porque es verdad que los Núñez de Alcurrucén fueron mansos, descastados, parados, violentitos y un montón de cosas más, pero también es justo señalar que un par de ellos no fueron entendidos del todo, porque no se tiró la moneda al aire, o se equivocaron en demasía los terrenos o sencillamente porque se conectó tarde y no del todo bien con el animal. Y encima nos tuvimos que tragar un muestrario de picadores ineptos, banderilleros prudentísimos, salvo excepciones (El Boni) y matadores sin nervio para dar el paso adelante y quemar las naves o quizá sus penúltimos cartuchos. ¡Y “los taurinos” quieren pasar esto a Cultura! Que Dios o el demonio nos pille confesados o “jartitos”.

Publicado en El Mundo de Andalucía el 26 de septiembre de 2010

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