Talavante bordó el toreo en el sexto de la segunda de San Miguel y se llevó una oreja justa. El Cid cortó una con menos argumentos, mientras Castella pasaba desapercibido.

TORREALTA / El Cid, Castella y Alejandro Talavante.
Plaza de la Maestranza. Sábado, 24 de septiembre de 2011. Segunda de San Miguel. Casi tres cuartos de plaza. Toros de Torrealta, bien presentados con toros bastos y pasados de romana, bajos de casta, flojos y de juego variado. Los mejores, primero, segundo y sexto. El resto, sin clase en la lidia. Saludaron en banderillas Alcalareño, Javier Ambel y Vicente Herrera. El picador José Doblado fue asistido de una conmoción cerebral de la que se recuperó.
El Cid, de tabaco y oro. Estocada tendida (una oreja). En el cuarto, estocada trasera y tendida (palmas).
Sebastián Castella, de azul noche y oro. Estocada corta caída (silencio). En el quinto, pinchazo y estocada corta (silencio).
Alejandro Talavante, de lila y oro. Dos pinchazos y estocada atravesada (palmas). En el sexto, pinchazo y estocada contraria atravesada (una oreja).

Carlos Crivell.-  Sevilla

Hay dos caras en Alejandro Talavante. Una es la de un torero displicente, poco concentrado, como si la cosa no fuera con él en la plaza. El otro Talavante es un matador ilusionado, que se inspira en pequeños detalles o en grandes faenas. Sea por lo que sea, Talavante es un matador de toros dotado de algo tan valioso como la personalidad. Con el paso del tiempo, Talavante es un torero que gusta al aficionado porque, además de otras virtudes, es un diestro sorprendente. En la segunda de San Miguel, la plaza sevillana tuvo la suerte de encontrar al Talavante bueno, sobre todo en algunas fases de una faena primorosa al sexto de Torrealta. El extremeño le puso un tono solemne a una tarde que caminaba a la deriva, a pesar de la oreja que llegó a las manos de El Cid a las primeras de cambio.

Cada matador se enfrentó a un toro potable y cada uno lo aprovechó según su propia tauromaquia y el momento que atraviesa. Tres toros posibles en una corrida de Torrealta que no se puede calificar de buena. A los toros les faltó de todo: casta, fuerzas, clase y duración. Y entre ellos, tres con posibilidades.

Se dirá que ha sido un festejo de buen principio y buen final. Vayamos por parte. El que abrió plaza, justos de fuerzas, y bondadoso a media altura, permitió a Manuel Jesús El Cid una faena de tandas cortas, casi toda por el lado derecho, muy ligada aunque con ese problema de no bajar la muleta. Fue una faena vistosa, agradable, de tono medio, que remató a la primera con la espada. La oreja llegó a sus manos cogida con alfileres.

Entre el primero y el sexto, casi la nada en toros y toreros. El mismo espada de Salteras pudo lancear con elegancia al cuarto, un tren larguísimo de más de seiscientos kilos. El animal no pudo soportar su carga y su anatomía fue determinante. Se quedó cortó y no humilló nunca. El Cid anduvo solvente y más que justificado en una labor que no podía subir el nivel medio.

Castella mató sus dos toros. Se le puede justificar en el quinto, otro animal más largo que una noche de invierno, que se ganó el rechazo de la plaza por lo sucedido en el tercio de varas. El toro derribó al picador José Doblado que quedó inmóvil sobre el albero. Con la sensación de percance grave, la lidia fue ya un desorden. El picador salió por su pie en el sexto entre la ovación del respetable.

El toro fue malo sin paliativos, flojo y descastado, demasiado para un Castella en una tarde sin ilusión y lleno de apatía. Se había podido apreciar en el primero de su lote, un toro alto y engallado que metió bien la cara en la muleta. Castella le dio pases sin ton ni son, algunos de mejor trazo, la mayoría de ellos enganchados y muy cortos. Acabó aburriendo al de Torrealta, que parecía contagiado de la abulia del francés. No fue un toro de calidad excelsa, pero no tuvo suerte con un torero que parece cansado a estas alturas de temporada.

Talavante mató al tercero sin pena ni gloria. Apenas picado en dos entradas al caballo, el animal era un despojo sin fuerzas ni clase. Fue encomiable que el torero extremeño, conocedor de la condición de su oponente, se lo llevara a los medios para torearlo. De un pozo seco surgieron dos o tres muletazos suaves, largos, templados, casi circulares, a cámara lenta. Fue un sueño de muy breve duración. El toro era una birria que acabó parado y hundido en su falta de raza. Talavante se dio un arrimón con torería antes de acabar con semejante calamidad.

Corrida de principio, algo aunque no mucho, y de final. Lo mejor estaba reservado para el sexto de la tarde. Este castaño de Torrealta acabó de salvar el honor de la divisa. Fue noble y obedeció a la muleta de seda de un torero en su día bueno. Toreó con la derecha con temple y solemnidad. La muleta invitaba al astado a seguirla. Talavante la movía de forma suave, como si fuera un pañuelo de seda, y así fue surgiendo un toreo bello, personal y sugerente. Con la izquierda también dejó muletazos de trazo limpio.

La faena derivó luego en pases tomando al toro en corto, con toques casi invisibles, para llevarlo con mimo. También se embarulló algo al final, aunque los adornos, una trincherilla y el de la firma fueron de alboroto. Pinchó antes de una estocada imperfecta. Cuando se ha toreado con tanto gusto no se puede sacar el aparato de medir orejas. Talavante está fresco. Si tiene un día bueno es para echar las campanas al vuelo, porque es un diestro con personalidad.