Juan Manuel Albendea– El futuro de la fiesta no peligra por la Iniciativa Legislativa Popular que se está tramitando en el Parlamento de Cataluña. El futuro de la fiesta corre grave peligro por la situación verdaderamente caótica de la cabaña brava. Se me dirá que esos riesgos de desaparición de la fiesta nacional se han venido repitiendo a lo largo de varios siglos y nunca ha fenecido. Es verdad, pero no es menos cierto que los atractivos que existen hoy en el mundo no estaban al alcance de nuestros antepasados. El boom del fútbol, los medios audiovisuales, o la facilidad de los viajes, permiten buscar otros alicientes fuera de las plazas de toros. Y solamente se puede mantener este espectáculo, restableciendo su autenticidad, y ésta se encuentra en sus peores momentos.
No me sirve para afirmar la autenticidad que, de vez en cuando, a un torero desgraciadamente le dan una cornada – anteayer un toro de Palha al mexicano Arturo Macias- Todos coinciden en que el toro era un barrabás, y cuando hablo de autenticidad me refiero a que el toro tenga pujanza, bravura y nobleza. Esas son condiciones esenciales para que surja la emoción del arte de torear.
Es lo contrario de lo que ocurrió ayer con el encierro de El Torreón. ¿Ayer los toros tenían mucho peligro? Pues no. ¿Aguantaron bien la lidia? Pues no. ¿Eran toros para cortarles las orejas? En absoluto. Iban con la cara a media altura, como aburridos de tener que embestir. ¿Hubo algún momento de emoción en la plaza? Un motivo fuera de la lidia y uno en relación con la lidia. Antonio Barrera tuvo la vergüenza torera de venir a torear tras la muerte el día anterior de su padre (q.e.p.d.). La plaza guardó un minuto de silencio en su memoria, el público obligó al diestro a salir al tercio antes de comenzar el festejo, él le brindó la muerte del primer toro a su progenitor y Salvador Cortés le brindó a Barrera la muerte del sexto. Lo mejor de la tarde en el orden de la lidia fueron dos pares de banderillas de Luis Mariscal que merecieron el honor de la música y la ovación.
El primero salía del toril como si viniera de copas. Se lo pensaba, si salir o no. Apenas humillaba. No repetía. El segundo recibió dos picotacitos y dobló las manos. El tercero, después de pensárselo mucho para arrancarse de lejos, a la tercera embestida se fue al suelo. El sobrero del Conde La Maza tenía mucho peligro y se fue casi sin picar. Había que tener mucho valor para ponerse delante de ese marrajo. De un ejemplar así nunca puede surgir el arte de torear. El quinto no tenía un pase. El sexto no transmitía más que aburrimiento y se cayó varias veces (y eso que sólo recibió un puyacito).
Los toreros estuvieron llenos de buena voluntad. Los tres por encima de los toros. Quizás fue Luis Bolívar el que sacó agua del pozo con algunos muletazos estimables. Salvador Cortés recibió a los dos de rodillas a portagayola. Y Antonio Barrera dio una buena estocada a su primero y le echó valor al cuarto. Eso fue todo, y encima el sirimiri intermitente. ¡Vaya tarde más malange!