Álvaro Pastor Torres.- Ya “hablábamos” el otro día de la pasta especial con la que están hechos los toreros y ayer se demostró de nuevo. La fórmula de ese material es más secreta que la de la Coca Cola, pero seguro que tiene, además de valor, temple vital (que el otro faltó en más de una muleta), sangre fría, arrojo y cuarto y mitad bien despachada de locura. Torear, como lo hizo Antonio Barrera con un padre de cuerpo presente, no está al alcance de la mayoría de los mortales. Y si encima el compromiso es en Sevilla, por abril, y con seis toros serios y astifinos enchiquerados en corrales el trago debe ser de aúpa.
 

Por eso, cuando terminó de guardarse el minuto de respeto con ese silencio que tan tremendo “suena” en esta plaza, comenzó una ovación cerrada que hizo salir a saludar al espada sevillano. Justo y necesario es decir que las primeras palmas partieron del antiguo torilero de la Maestranza, Manuel Artero, que ocupaba una grada (perdón, sombra alta) del 6. De allí pasó a la nuestra y como una ola recorrió todo el círculo imperfecto del coso. Para que luego digan que somos unos desalmados.
Pero ya sabemos que el hombre propone, Dios dispone… y el toro lo descompone. La corrida de César Rincón, intachable de presentación, aunque desigual (el dichoso tres y tres), astifina, demasiado blandita y con dos toros que se dejaron. El sobrero, de la ganadería de cámara para los reservas en las corridas de bajo presupuesto, salió como es costumbre en la divisa rojinegra, buscándole las vueltas al torero y tirando arreones al pecho. Y como desde luego no era su día, le tocó a Barrera, que había despachado con mucha dignidad al soso cuatreño que rompió plaza.

Bolívar no acertó en su primero con los terrenos, ni con las distancias, ni siquiera con el “tempo” de la faena, y lo que empezó ilusionante, sobre todo con la diestra, terminó diluido en puro espesor. También Salvador Cortés estuvo por debajo del tercero. Así de claro lo vi y así de claro lo cuento. Dejemos el lenguaje barroco para la comedia que ayer la cosa pintaba drama.

Menos mal que salimos con dos buenas lecciones aprendidas: el pundonor de un hombre –y además matador de toros- llamado Antonio Barrera y cómo se banderillea un toro asomándose al balcón más tremendo que imaginarse pueda; esta última la dictó Luis Mariscal y levantó clamores generales que hasta hicieron sonar la música en su honor. Bien por Tejera que sigue recuperando viejos laureles de exigencia.

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