Gastón Ramírez Cuevas.- Eso dijimos en el tendido 8 cuando apuntillaron al sexto. No sé, en un mundo decente debían dar medallas y cenas gratuitas a los aficionados sevillanos que lidian el aburrimiento y soportan a los descamisados del AVE sin chistar.
Yo apoyo la intervención de la fuerza pública para desalojar del templo a los chuflas madrileños que se permiten gritar: ¡Miau!
Los extranjeros de Madrid ya casi nunca van con respeto al rito de La Maestranza. Vamos, que si la corrida de Victorino ha sido un petardo, sólo comparable al del año pasado, eso no da derecho a los trasnochados de arriba de Despeñaperros para evidenciar su zafiedad y gritar tonterías.

En otro orden de ideas, el juego de los toros del ganadero de Galapagar fue como para, en otros tiempos, prender fuego a las partes combustibles de la plaza. Aunque para eso se requiere a una multitud despierta y beligerante, y hoy, para cuando se regresó a los corrales al cuarto (por débil), casi todo mundo estaba medio dormido y sólo soñaba en corridas por venir.

Bien presentados los victorinos, sí, pero nada del otro mundo. El encaste Saltillo impresiona mucho en España, por razones bastante incomprensibles para el que viene de México y está acostumbrado a ese tipo de bichos.

El juego de los bureles me hizo sentirme, tristemente, en casa.
Mansedumbre, debilidad, falta de raza y hasta un poco de genio; eso vimos hoy, y eso no es el toro bravo ni aquí ni en China. Allá el señor ganadero de apellidos Martín Andrés, su hijo y sus malas conciencias. Si se presume de tener el filón de la bravura, y las reses bravas(?) más preciadas por los aficionados, entonces no se puede estar a gusto con mandar a la mejor plaza del mundo toros descastados, claudicantes e inútiles para el lucimiento.

Ferrera estuvo enorme cubriendo el segundo tercio. Hay a quien no gustan las apreturas ni los quiebros, ni los saltitos, ni nada a la hora de clavar los palos; pero ese par sesgando por dentro al primero y ese par al quiebro al cuarto fueron un monumento al valor, al sitio y a las ganas de jugarse la piel por agradar al respetable.

El Cid estuvo falto de firmeza, pero ninguno de sus toros tenía un pase bueno. La gente (que le quiere, y por tanto es injusta) le pitó soezmente y no le toleró un pasito de más, ni un momento de duda. ¿Qué habrá sido de los buenos aficionados sevillanos, de esos que utilizaban el silencio como un estilete florentino, milimétrico y dolorosísimo? Quizá han sido sustituidos por ruidosos futboleros coléricos, y ya son únicamente una minoría en peligro de extinción.

De César Jiménez debe decirse que sorprendió gratamente a los entendidos, pues parece haber trocado su anterior hieratismo por una cierta naturalidad agradable. En su primero la banda le acompañó algunas tandas y en su segundo bastante hizo con poner de manifiesto la peligrosidad del toro.

Mis respetos para Rafael Perea, "El Boni", de la cuadrilla de El Cid.
Estuvo en señor tanto con el capote como con los palos. Y desparramó pundonor y torería al no admitir la ovación que le tributaban enfervorecidos villamelones, cuando el sabía que -pese a sus encomiables intenciones- había clavado mal el último par al quinto de la tarde.

En el otro platillo de la balanza hay que poner a "Alcalareño", subalterno a las órdenes el mismo Manuel Jesús Cid. Este cristiano tuvo a bien afirmar su vocación de caballero en plaza, pero tendrá que procurarse un caballito y dejar de rejonear a pie.
 

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