Álvaro Pastor Torres.- Madrid, 21 de agosto de 1622. Calle del Niño. Luis de Góngora llega nervioso a su casa pues hace poco que han matado en la calle Mayor a su buen amigo Juan de Tassis y Peralta, II conde de Villamediana, poeta culterano, pero también satírico, fanfarrón de primera y personaje singular en la España del siglo de oro. El cordobés comienza a escribir un célebre poema: “Mentideros de Madrid/ decidnos ¿quién mató al conde?/ ni se sabe ni se esconde… La verdad del caso ha sido/ que el matador fue Bellido/ y el impulso soberano”. Relee el último octosílabo, le parece demasiado fuerte y lo cambia sobre la marcha: “la muerte del cortesano”.
Así comienza Néstor Luján –periodista, gastrónomo, gran aficionado a la fiesta de los toros y catalán de pura cepa- su novela sobre las siete muertes del conde de Villamediana. Posiblemente sin el impulso soberano, o para ser más exactos, real, pues era la Infanta doña Elena la que estaba en el palco, la corrida no hubiera tirado para adelante. Y es que llovía desde una hora antes de comenzar el festejo, la tarde estaba metida en agua, por Huelva venían nubes negras tirando a zaínas y los pronósticos oficiales no eran nada optimistas. Aún así parece que hubo pocas dudas en dar una corrida que se desarrolló casi toda ella bajo un persistente aguacero.
El protagonista absoluto de la tarde tiene nombre, apellido y apodo: Julián López El Juli, maestro indiscutible y número uno del escalafón en la actualidad; el torero más en forma, el más regular y con la mente más lúcida delante de la cara del toro. En horas veinticuatro hemos pasado de un matador que no lo veía nada claro a otro que tiene hambre de triunfo trufada con la rotundidad a prueba de bombas que dan la experiencia, las ganas, el pundonor, el valor y el genio innato que se ha ido moldeando, porque El Juli hace unas temporadas no toreaba tan bien con el capote, por ejemplo. Puestos estos ingredientes, aún pasándose de agua, el guiso no puede ser más que de Puerta del Príncipe, a poco que ayuden los toros. Y ayer lo demostró con creces en Sevilla: 3 orejas que debieron ser 4 (porque 3.85 aún no se han podido conceder).
Pero el protagonismo estuvo a punto de hurtárselo el presidente Francisco Teja, del que Curro Romero dijo una tarde así –y me lo ha contado mi maestro Antonio Burgos- que era para darle con su apellido en la cabeza. Menos mal que Dios es grande y misericordioso, y tras las dos clamorosas vueltas al ruedo con una oreja que tal como la recibió se la dio a su peón (tampoco es eso, maestro), cuajó un faenón al cuarto con varios naturales y un pase de pecho de los que van a tardar mucho tiempo en olvidarse.
Ante tal demostración, y la posterior resaca “juliana”, ni el jacobino Castella (que no brindó a la Infanta), ni el espeso Perera (y van dos) destacaron en algo.