Álvaro Pastor Torres.-

PEÑAJARA / Vilches, S. Cortés y J. Cortés
Plaza de toros de Sevilla. Domingo 15 de agosto. Corrida nocturna organizada para las obras asistenciales de la Real Maestranza de Caballería. Más de un cuarto de entrada en noche de agradable temperatura. El banderillero Luis Mariscal sufrió durante el tercio de banderillas del 5º una cornada de pronóstico “muy grave” con cinco trayectorias entre 10 y 25 cm. (70 cm. en total), la más grave de las cuales rompe la arteria y la vena femoral. Destacó el picador Manuel Carbonell. Presidió Julián Salguero con su habitual prodigalidad en la concesión de trofeos.
Seis toros de Peñajara, muy bien presentados, serios, astifinos y de variadas hechuras y comportamiento. Destacó el encastado 2º; mansote el 1º, reservón y flojo el 4º, soso el 5º y más complicados 3º y 6º.
Luis Vilches, de verde esperanza y oro; estocada atravesada que asoma y tres descabellos (palmas). Estocada caída (oreja)
Salvador Cortés, de amapola y azabache; estocada un punto trasera (oreja). Tres pinchazos y casi entera fulminante (saludos)
Javier Cortés, de coral y oro; estocada baja y tendida y descabello (silencio). Media atravesada (palmas)

ÁLVARO PASTOR TORRES/ Sevilla

Si la vida de cualquier mortal puede cambiar en medio minuto, a los que se ponen delante del toro este espacio temporal se acorta a décimas de segundo. Las agujas del reloj buscaban la medianoche y las afiladas astas del Peñajara los muslos de un torero de plata con pundonor de oro. Luis Mariscal había cuadrado en la cara su primer par al quinto de la noche y no quería que la ovación se le escapara; su pariente Santiponce había cumplido con creces en el siguiente, e iniciada ya la carrera del postrero decidió Luis cambiar de pitón, ganarle la cara por el izquierdo a favor de una fatal querencia y asomarse durante una eternidad a un balcón negro con dos guadañas de mucho respeto. Salió prendió del embroque tras un certero hachazo, giró con pasmosa lentitud el alargado cuerpo del subalterno y estuvo clavado del pitón boca abajo otra eternidad. Ni levantarse pudo, y en volandas, dejando un impresionante reguero de sangre, se lo llevaron camino de la cercana enfermería. Un halo de escalofrío recorrió la plaza pues hay cornadas que no engañan. Las camisas del ayuda y del servidor de banderillas, empapadas en sangre, deambulaban por el callejón como testigos de un espectáculo en el que se puede morir de verdad, y no de mentirijilla como en el teatro, según la profética frase del polifacético Ignacio Sánchez Mejías.

Tras esto, todo lo que había pasado anteriormente, y lo poco que aconteció después, pasó a un segundo plano, pero hay que contarlo como fue, sin adornos ni sentimentalismos. La noche torista –corridón hondo y con finas puntas de Peñajara- había deparado ya dos orejas muy generosas concedidas por el dadivoso y magnánimo usía. No cabe decir trofeos veraniegos pues para este señor las rebajas duran toda la temporada para desprestigio de la plaza de Sevilla.
Luis Vilches, que se vestía por primera de luces esta temporada, pechó con un primer astado alto, hecho cuesta arriba y astifino –aplaudido de salida por los numerosos turistas- que resultó mansito; le instrumentó algunas verónicas rapidillas y del trasteo solo cabe mencionar un natural con exposición. Mejoró la labor con la capa en el cuarto, sobre todo por el pitón izquierdo, aunque muy metido en el tercio. La faena, que empezó con regusto, fue larga, intermitente e irregular, pero de menos a un poco más, por lo que como mató a la primera le dieron un apéndice.

Salvador Cortés, que se justifica con creces cada vez que se anuncia en Sevilla, cortó otra oreja “cariñosa” al segundo, después de un trasteo eminentemente diestro con tandas sin muchas apreturas ni el temple que demandaba el bravo animal. Tras la tragedia de su hermano en el quinto hizo de tripas corazón y puso en el trasteo la voluntad que le faltaba al soso toro que iba y venía como si aquello no fuera con él.

Javier Cortés se llevó con diferencia el peor lote, aunque también hay que señalar que en ningún momento el diestro asentó las zapatillas. Ni el tercero, que tiraba gañafones, más o menos disimulados, ni el altón sexto, que repartía tarascadas por doquier y sacaba casi una cuarta de alzada al rubio torero, se dejaron, pero el madrileño tampoco puso mucho de su parte. Pasó sin pena ni gloria.

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