Victorino_vueltaruedoSevilla23-4-15.- Para celebrar el día del libro, antes de irme a la plaza -más o menos a la hora sexta de los romanos, cuando muchos aprovechan para dar la cabezada-, tomé del rincón taurino de mi biblioteca un par de volúmenes y releí varios capítulos de la novela Los clarines del miedo, obra de Angel M. de Lera, en los que no hay nada más que cerrar los ojos y ver a Paco Rabal en la versión cinematográfica haciendo de El Aceituno. También repasé unas cuantas páginas de Gentes del toro en donde el nunca suficientemente ponderado José M. Requena, escritor y ensayista nacido en Carmona, hace un  completo retablo de la tauromaquia, de  las gentes que pululan por la fiesta, los espacios en que esta se desarrolla y todo lo concerniente al mundillo, desde el patio de cuadrillas hasta la capea pasando por la cornada, las figuras del momento o el miedo. Al tratar a los picadores se pregunta: «¿cómo serán los miedos que burbujean en la anchurosa espalda del picador?». Ayer, en un mundo de picadores cada vez más enjutos, y en una tarde de buenos piqueros y mejor cuadra de caballos, destacó Manuel J. Ruiz, el hermano de Espartaco.

Lo de la rosa que acompaña al libro en la festividad del mítico San Jorge, como que no. Primero porque las flores las reservo habitualmente para los santos y para los muertos, y segundo porque esto, afortunadamente, no es Cataluña, pues de lo contrario iba a tenerme que buscar otra ocupación para las tardes de Feria.

No sé cuál fue el primer libro taurino que llegó a mis manos. Puede que fuera la guía El mundo de los toros de Antonio Díaz-Cañabate en la colección turística de Everest. O puede que la biografía de Antonio Bienvenida que firmó el tampoco bien ponderado, ni del todo reconocido en esta Muy Difícil Ciudad, Filiberto Mira. Del citado Cañabate y su Historia de tres temporadas saco algunos titulares de crónicas aplicables a lo de ayer: «Un rayito de esperanza» (corrida concurso de Jerez, 1959); «La necesidad del primer tercio» (una de Antonio Pérez en Madrid, mayo de 1960), o «El toro resucitado» (Pablo Romero en los Sanfermines de ese año).

En Los Toros o el Cossío, no aparece ningún burel destacado con el nombre de Mecanizado. En la próxima edición van a tener que incluir el cárdeno que ayer hizo cuarto, un ejemplar que si bien salió sueltecito del caballo, galopó en banderillas y desarrolló una nobleza excepcional en la muleta. No es que hiciera el avión, como cabría esperar por su nombre, sino que además también marcó los tiempos, el temple y los terrenos en todo momento. Un toro «de toalla» como dice un amigo mío que gusta hacer sus pinitos de toreo de salón en el cuarto de baño. Ferrera lo perdió todo con la espada, al contrario que Escribano que se llevó una justa oreja.

Puede que el libro taurino que más veces haya leído sea el Juan Belmonte de Chaves Nogales, que es más literario que taurófilo. Puede también que uno de los que más ha toreado en Sevilla en los últimos años haya sido El Cid (se lo tendré que preguntar a mi jefe y compañero Carlos Crivell que coordina los anuarios Maestranza). Ya no es, El Cid, ni sombra de lo que fue. Desde hace mucho pasea, vaga, por el ruedo como un lejano eco de ese torero con zurda de oro que fue, queriendo y no pudiendo casi nunca. Una pena.

Aunque bien pensado debía decir aquello de Paco Umbral, yo he venido para hablar de mi libro: Crónicas casi impertinentes (editorial Guadalturia. Sevilla, 2012).

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