Gastón Ramírez Cuevas.- Domingo, 25 de septiembre de 2011. Toros: Seis de El Pilar, desiguales de presentación y juego. El segundo y el sexto fueron ovacionados en el arrastre y el cuarto fue pitado con fuerza.
Toreros: Juan Mora, al que abrió plaza lo mató de dos pinchazos y buena entera: al tercio. Al cuarto le aplicó un bajonazo al primer viaje: al tercio.
José Tomás: prodigioso estoconazo a su primero: dos orejas con unánime petición de rabo que el presidente no concedió. Al quinto lo despachó de dos pinchazos y gran entera: ovación en los medios tras aviso.
Serafín Marín: al tercero de la tarde le asestó una entera en el rincón: al tercio. Al sexto le atizó una fulminante y estupenda estocada: dos orejas.

Fue la última tarde de toros en Barcelona, una ocasión cuyos matices luctuosos resulta innecesario explicar. La plaza monumental estaba llena hasta la bandera; un llenazo que se compuso de una abrumadora mayoría de aficionados de todo el orbe taurino y de algunos miles de cabales catalanes. Todavía flotaba en el ambiente la magia de la tarde del sábado, la del sobrero de Morante, así que muchos parroquianos temían que, como siempre ocurre en esto del toro, después del milagro les cayese encima un balde de agua helada. Pero está visto que cuando la ocasión lo amerita de verdad, los dioses demuestran abiertamente que aun son taurinos.
El festejo comenzó con los tres diestros y sus cuadrillas siendo ovacionados en el tercio antes de que saliera el primer astado de El Pilar.

En el que abrió plaza, Juan Mora toreó con una suavidad y un sentimiento colosales. Las verónicas de recibo y el mismo lance para hacer el quite, las medias verónicas gallardas y lentas, los doblones rodilla en tierra, los de la firma, los derechazos y los cambios de mano por delante tuvieron una torería inmensa. La espada traicionó a Juan Mora, como muchas otras veces, pero daba igual, la salida al tercio fue importante y bien hubiera podido –en la Barcelona taurina de antaño- dar la vuelta al ruedo.

A continuación saltó a la arena el primero del monstruo de Galapagar. ¡Qué expectación había en los tendidos! Los que no le habíamos visto desde que resucitó después de Aguascalientes estábamos preocupados por todas las tonterías, bulos y mentiras que sus detractores de siempre se han encargado de propalar. Pero no, afortunadamente pudimos comprobar que hay José Tomás para rato y que está toreando mejor que nunca, punto.

La faena fue perfecta desde que se abrió de capa. Si la verónica de Morante es excelsa, la del monstruo de Galapagar no le va muy a la zaga. No se puede torear bajando más las manos y con mayor ritmo y juego de muñecas. Y los remates, esas medias estupendas y templadísimas, son el clasicismo absoluto.

La faena de muleta se compuso de toreo puro y fundamental, de pases al natural casi exclusivamente. Una vez provocó la arrancada del toro por el pitón derecho, pero fue para -sin moverse un milímetro- cambiarse la muleta de mano y volver al pase fundamental del toreo. No se imagina usted la dimensión y la extensión de cada muletazo, ni la inverosímil quietud del torero, ni cómo toreó en un palmo sin enmendar, ni la cantidad de muletazos que ligó en cada tanda. Como preámbulo a un estoconazo que a muchos hizo olvidar todos los de ayer, se recreó en medios molinetes pasándose al bicho en la faja.

La plaza entera pidió que se le concediera el rabo al maestro, pero aunque se lo cortaron al toro y el alguacilillo llegó a tenerlo en las manos, usía enfatizó histéricamente que no ¡que no!, que sólo había concedido dos orejas. El alguacil, molesto, arrojó el tercer trofeo al callejón y así quedaron las cosas de la estadística, que no las del arte. Porque a mí me perdonan, lo mejor que se vio en la ciudad condal este fin de semana fue la gloriosa y auténtica faena del monstruo de Galapagar.
Después de ver una obra de arte tan perfecta, tan completa, tan de verdad, no se puede menos que incluir algunas citas literarias en la crónica. Sánchez de Neira, aquel inmenso escritor taurino del siglo XIX, escribió esto sobre Paquiro: “Los seres privilegiados vienen al mundo en muy escaso número y de tarde en tarde.”

Los toros tercero, cuarto y quinto no dejaron ninguna huella indeleble en la memoria de la afición. Serafín Marín estuvo firme y le arrancó al tercer torillo muletazos sueltos de buena factura. A Juan Mora le tocó un animal soso y deslucido, pero bien presentado, y ahí no hubo nada que hacer.

El segundo de José Tomás no fue claro para nada, derrotaba y embestía de manera muy descompuesta. A base de oficio, de aguante y temple, el torero logró arrancarle buenos derechazos, sabrosos trincherazos y ceñidos muletazos ayudados por alto.

Y vino el momento que nadie quería que llegase, el del postrer toro, el del último astado, el del adiós definitivo de la Fiesta a esta ciudad tan legendariamente taurina. Pero, continuando con la literatura, a quienes hoy se rasgan las vestiduras, se dan golpes de pecho y se lamentan por la prohibición en Barcelona, podríamos decirles que están cayendo en: “…algo así como el arrepentimiento de un rey a quien, por poltronería, se le hubiera ido el reino de las manos”, en palabras del gran don Gonzalo Torrente Ballester.

Afortunadamente la cosa terminó muy bien, pues Serafín se fajó con un toro que apretaba y tenía su guasa en un principio, pero que acabó transmitiendo emoción y embistiendo incansablemente.  El último torero en pasear dos orejas en este coso tan bonito y tan sufrido ha sido un torero autóctono, y eso tiene algo de poético. Serafín le pudo al toro, se estiró, aguantó y templó en los pases con la derecha. Se jugó el tipo en una docena de manoletinas, mató espectacularmente y triunfó en grande: justicia divina para un coleta que se ha quedado sin patria chica.

 El momento inexorable de las lágrimas llegó, Serafín Marín se postró en los medios y besó la arena de la Monumental, los tres toreros dieron la vuelta al ruedo paseados a hombros por la afición, y luego, siempre en volandas, salieron en loor de multitudes a la realidad real de la noche barcelonesa. Y uno se quedó en la fila 13 del tendido 3 de sombra, junto al desierto palco de la banda de música, con el corazón encogido, las palmas de las manos adoloridas de tanto aplaudir, un nudo en la garganta, y como escribió el estupendo novelista Javier Marías: “Con los sentidos bien despiertos y los ojos bien abiertos, e intensos inútilmente.”