En la última de Córdoba llegó la apoteosis de Morante de la Puebla en una tarde plena de inspiración fue un torero arrebatado, de fuego, y un torero codicioso de seda. Cuatro orejas y un rabo en una plaza de primera. El resto de la corrida no cuenta ante esta tarde genial de un diestro único.

Juan Pedro Domecq / Finito de Córdoba, Morante y Manzanares
Plaza de toros de Córdoba, 1 de junio de 2013. Tres cuartos de plaza. Seis toros de Juan Pedro Domecq, justos de presencia – tercero y cuarto muy terciados -, nobles, descastados y de pocas fuerzas. El mejor, el quinto. Se dejaron primero y segundo. Saludaron en banderillas Juan José Trujillo y Luis Blázquez. Morante salió a hombros por la Puerta de Los Califas.
Finito de Córdoba, de azul marino y oro, estocada caída y dos descabellos (una oreja tras aviso). En el cuarto, pinchazo y cinco descabellos (saludos).
Morante de la Puebla, de negro y plata, media estocada (dos orejas). En el quinto, media fulminante (dos orejas y rabo).
José María Manzanares, de nazareno y oro, dos pinchazos, media y dos descabellos (saludos). En el sexto, dos pinchazos, estocada y descabello (palmas)

Carlos Crivell.- Córdoba

Foto: Álvaro Pastor Torres

La tarde rompió pronto. Lo sucedido en el segundo fue el aviso de lo que llegaría en el quinto. El primer acto llegó de forma inesperada. El de Juan Pedro había proclamado bondad, pero siempre embistió con la cara alta. Morante lo había recibido con algunas verónicas sueltas. Lances de factura propias de su calidad, pero sin continuidad. Nadie podía esperar lo que llegó después. Morante volvió a escribir una página de toreo de fuego y seda, una sinfonía inenarrable de toreo de calidad suprema. La plaza de Los Califas entró en clima de ebullición creciente ante las tandas ligadas en una loseta con la derecha, siempre rematadas con el obligado de pecho. Se estremeció con la intensidad de fuego de una muleta de mando enérgico, pero al mismo tiempo bañada de suavidad. No se puede torear más despacio, tal vez no se pueda torear mejor. El toro era un dulce. ¿Quién torea así a semejante golosina? Si el toreo fundamental fue la quintaesencia de la expresión, los adornos fueron una sucesión de perlas maravillosas. Los de la firma, los kikirikies, los trincherazos, los molinetes, los cambios de mano, todo fue un rosario de genialidades que se recibieron entre una mezcla de asombro, porque así no torea nadie, y de admiración. Las dos orejas por decreto y sin discusión.

El cronista no es capaz de seguir contando lo sucedido en el quinto. La obra del segundo fue excelsa; del quinto pasa a los anales de la tauromaquia eterna. El llamado "Guasón", hermano de uno que mató Manzanares en Sevilla, fue bueno. Fue un toro que necesitaba el toreo de mando, no fue el toro aborregado que los traga sin más, y la muleta de Morante lo frenó, lo llevó y lo recogió en tandas ligadísimas, otra vez en el centro y en un palmo de terreno. Una muleta plena de arte con el poder del mando, el fuego. Y la seda de las caricias más sentidas. Era una buena faena de Morante, pero lo que sucedió después acabó por rendir a la plaza cordobesa. El toro, con su punto de casta, no era una perita en dulce. Y se empeñó en ligar siete u ocho naturales, para acabar con un cambio de manos de esos que duran toda una eternidad. Relajado, feliz, el torero de La Puebla apareció en otra versión de esta histórica tarde. Fue un torero de fantasía, de improvisación, con pases sacados de una chistera prodigiosa para acabar de hundir el coso. Y aparecieron los molinetes abelmotados, las trincherillas, los de pecho a cámara lenta, una sucesión de maravillas que culminó con media lagartijera. Dos y rabo. La plaza se frotó los ojos y todos se preguntaban si habían asistido a un hecho real o imaginado. Era cierto. De negro y plata se transfiguró uno de La Puebla como un héroe de fuego y seda.

Finito estuvo muy centrado con el primero, tan noble como flojito. El de Córdoba lo había recibido con una larga de rodillas, para luego lancear a la verónica clásica con buen gusto. Fue una faena con la derecha de muletazos a media altura con el sello del toreo eterno de Finito. Su público estaba feliz e incluso después de dos descabellos le concedió una oreja.

La brindó al cuarto a sus compañeros. El toro, chico y claudicante, no le permitió redondear la tarde. Fue un animal miserable que no le regaló una embestida en condiciones. El descabello viajó en exceso, pero llegaron las palmas de sus paisanos.

Tampoco pudo Manzanares lucirse con la birria del tercero, otro animal escuálido, de viaje muy corto y breve duración. Algunos muletazos sueltos no fueron suficientes. El sexto, de mejor condición, tampoco duró mucho. Parecía que podía ser pero no llegó a rematar ninguna tanda completa. La espada viajó mal.

El final fue el de la apoteosis de un artista. Un paseo a hombros con una multitud de chavales que llevaban a un ídolo que acababa de firmar una obra imperecedera, efímera si quieren, pero ya es parte de la historia de esta plaza y de la tauromaquia.

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