Garrido BustamanteJosé Luis Garrido Bustamante.- Sí. Allí estaba. Cuidadosamente colgado dentro de una bolsa de viaje de americanas y pantalones de sastrería. En el lugar mismo donde tiempo atrás conservara su madre todo el año la ropa de su progenitor cuando salía de armao en la Macarena. Era su vestío de torear. Rosa y plata. Una especie de traje de primera comunión. Así lo había elegido él cuando sus mentores adelantaron su alternativa como colofón de una breve temporada de novillero plena de triunfos con cortes de orejas y complacencia pública en los cosos más importantes del planeta taurino.

Debería haber permanecido en el escalafón inferior de la torería una temporada más, pero los que se decían entendidos en los asuntos taurinos opinaron de manera diferente y se dieron trazas para que figurase en un cartel de mucho tirón comercial y difusas perspectivas de futuro.

Dos años hacía de eso. El terno rosa y plata continuaba solitario ocupando plaza de preferencia en el ropero que guardara un día dormidos brillos de coraza macarena. Hasta los banderilleros que iban colocados como fijos en las cuadrillas de las figuras tenían más vestíos que él. Uno solían estrenar en cada feria de postín. Bien que lo advertía cuando presenciaba la transmisión de las corridas televisadas.

Tenía que darse prisa y acabar cuanto antes lo que estaba haciendo. Esa tarde había proyectado salir al campo a correr. Era preciso mantenerse en forma. Siempre recordaba a Pepin Liria cuando le veía desde el autobús de línea trotando en chandal por la carretera del Aljarafe desde Valencina hasta Sevilla. Una vez se lo encontró en la Plaza del Duque departiendo con unos amigos. Y luego volvió a verlo superando el camino de regreso de la misma forma.

Un gigante, Pepín. Nunca podría igualarle. Pero no le faltaban ni arrestos ni ilusión para echarse de vez en cuando a la carretera a mantenerse fuerte. Ni dejaba tampoco de torear de salón. Ni de asistir a los tentaderos cuando le invitaban…

Esta temporada podría ser. La suerte le estaría aguardando detrás de alguna sustitución. ¿Por qué no? Jamás le desearía mal a nadie. Lejos se hallaba pues de imaginar cornadas. Pero un cambio de ganaderías podría suponer alguna renuncia. Y ahí estaba él. Siempre dispuesto. Como otros muchos. Compañeros tenía que, después de doctorarse, solo habían hecho el paseíllo como matadores de toros, en una o dos ocasiones cada año.

La Fiesta seguía. Y su profesión era la más bonita del mundo. Y la más esforzada y generosa. Sin él y sin gente como él no habría podido acumular los aspectos importantes que poseía y que había expuesto sabiamente el catedrático don Andrés Amorós, cuyas crónicas taurinas leía siempre, en el curso de su comparecencia en el Congreso de los Diputados.

Algunos párrafos se los sabía de memoria:

“La Tauromaquia no recibe subvenciones directas y es el segundo espectáculo de masas según la Sociedad General de Autores.

No es ni de derechas ni de izquierdas, ni de ricos ni de pobres, es del pueblo, de todos los que creemos en el pueblo». Y «El toreo es una ética, reconocida en la Constitución europea  donde se afirma que la Unión Europea no interferirá en asuntos de religión ni de tradiciones artísticas».

Imperceptiblemente se le movió la superficie rígida sobre la que se hallaba sentado y reparó en que era una tabla de andamio colgada ante una pared a varios metros del suelo. Entonces volvió a la realidad y requirió la presencia de su ayudante, el chiquillo de un vecino en paro, seguidor suyo desde que empezó a torear con caballos, que le servía como aprendiz. Le llamo a voces.

— ¡Manoliyo, que te estoy esperando!… ¿Quieres traerme la brocha fina?…

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