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Paulita por chicuelinas

Antonio Lorca.- La alianza de toros portugueses y españoles fue tan desastrosa que tan solo sirvió para que su carne pase a la trituradora y acabe en las mesas como filetes rusos. Pero aún así, y convenientemente especiado, su sabor será mular, pues animales de carga fueron todos los que con apariencia de bravo salieron al ruedo. No será fácil reunir de nuevo seis toros de más feas hechuras, mansos, descastados, ásperos y sin atisbo de clase. Toros con real apariencia de bueyes o, quizá, de cerdos, pero con aviesas intenciones, pues sus gañafones buscaban cuellos y yugulares que, afortunadamente, no encontraron. Todos toparon más que embestir, y el tercero de la tarde, al que se saltaban los ojos de rabia en un intento desenfrenado por quitarse las banderillas de encima, dio puñetazos a la muleta del joven Ritter, y uno de ellos casi le alcanza la mandíbula, de tal modo que volteó al torero, lo pisoteó y lo buscó con saña en el suelo.

Claro que también hubo leña y gorda en los tendidos. Durante el tercio de varas del quinto se formó una tangana en la grada del ocho, un combate de boxeo en toda regla entre dos espectadores, en el que hubo un crochet de derecha que casi acaba con uno de los contrincantes en el cemento entre el jolgorio del respetable. Y hubo algo más: no había hecho más que salir al ruedo ese quinto toro cuando apareció por un burladero del tendido 5 un espontáneo, con su gorrilla calada, y muleta en la mano. Tuvo la mala fortuna de que el toro pasaba por allí en ese momento, y cuando el supuesto aspirante a figura vio de cerca el tamaño de su enemigo corrió a refugiarse tras las tablas, por si acaso. Eso sí, cuando entre las cuadrillas y la policía intentaron retenerlo, —y el toro ya estaba lejos— se resistió con todas sus fuerzas como un héroe ofendido.

Los héroes de verdad fueron los toreros del cartel de ayer. No tuvieron suerte porque ningún toro sirvió más que para la cazuela, pero los tres justificaron sobradamente su inclusión en la feria.

A Sebastián Ritter, que es el más joven, le rebosa el valor por todos los poros de su cuerpo. Planta las zapatillas en la arena, se queda derecho como una vela y aguanta el roce de los astifinos pitones por la taleguilla como si se estuviera comiendo un helado en una terraza. Se cruza de verdad, cita con la panza de la muleta y parece que no le tiembla el pulso. Esa fue su tremenda lección en su inservible lote, y emocionó, claro que emocionó, porque eso es lo que ocurre cuando un torero decide jugarse la vida.

También Morenito de Aranda estuvo por encima de sus dos mansos. Además, dibujó algunas verónicas de categoría sin rematar ninguna tanda. Olores de gracia y empaque hubo en las de recibo a su primero; después, pareció que intentaría un quite, pero se limitó a una media. Y volvió a intentarlo en el quinto, pero el marrajo se negó a embestir de salida. Se justificó el torero ante el dificultoso y desclasado primero, y exprimió hasta la extenuación —bien colocado en todo momento— la mansedumbre del otro, al que robó materialmente algunos muletazos estimables. Empeñado en lo imposible, alargó en demasía su labor y tuvo que andarse con prisas porque sonó el segundo aviso y el toro aún estaba vivo.

Tampoco tuvo toro Paulita, que lucha por encontrar un hueco en la profesión, y a fe que lo intentó, pero con menos sinceridad que sus compañeros de cartel. El primero de la tarde no valía nada, pero él citó siempre muy despegado y colocaba la muleta donde debía estar su cuerpo, práctica habitual en el toreo actual, pero poco ortodoxa. Mejoró ante el cuarto, —tan manso que fue picado por el caballero que guardaba la puerta cerca de chiqueros, con lo que su compañero no hizo ni ganas de comer—, inicio elegante por bajo abrochado con una trincherilla, y algunos intentos baldíos para corroborar que el problema era del toro y no suyo.

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