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Natural de Alejandro Talavante

Antonio Lorca.- Y sucedió ante un toro serio y astifino, manso, con casta agresiva y clara tendencia a la huida, al que Talavante buscó en los terrenos del tendido 5, donde molestaba el viento y el toro había establecido su querencia. Allí comenzó con unos ayudados por bajo antes de que el animal huyera hacia los toriles. Casi en el centro del ruedo, con la muleta en la zurda, comenzó la sinfonía. La primera tanda, quieta la planta, surgió sentida y hermosa; la segunda, tras un intento de menor trazo con la derecha, fue conmocionante. El toro perseguía la muleta con encolerizada acometividad, y allí se encontraba con el mando y la templanza de una muñeca prodigiosa que hizo que la plaza quedara arrebatada por una verdadera explosión de sentimientos. Aún hubo otra más, con los tendidos radiantes y entusiasmados ante el volcán de torería de Talavante. Pero mató mal, de una estocada atravesada, y todo quedó en esa gran ovación que supo a paupérrimo premio para una faena tan hermosa.

Ese fue el principio y el final de la corrida. Ni antes ni después ocurrió nada que haya quedado en el recuerdo. Bueno, no se olvida el escándalo que se montó durante la lidia del quinto, una sardina mansa y desclasada con la que Morante pasó fatiguitas de muerte. Se le paró el toro ante el esbozo del primer capotazo, reculó el torero hacia las tablas y quedó solo ante el inminente peligro, encerrado entre la barrera y el toro, y solo la pericia de su subalterno Lili lo salvó de un percance seguro. Permitió que al manso lo masacraran en varas, y, muleta en mano, le quitó las moscas e inició su particular mitin con el estoque que acabó en sonora y merecida bronca del respetable. Ya había demostrado su impericia con el descabello en el segundo, un toro noble y reservón, al que Morante recibió con dos verónicas aceleradas que muchos cantaron más por lo que imaginaron que por lo que vieron; un inicio elegante con dos trincherazos y un cambio de manos, y tres redondos aislados en un mar de dudas, escaso mando y pésima colocación.

Y también estuvo Finito de Córdoba, que se atrevió a anunciarse en Madrid, cuando sus piernas y su corazón no le responden. Y no debe de ser solo cosa de los toros, pues los suyos fueron los más cómodos y nobles, sino el miedo escénico. El asunto es que se estiró en dos verónicas garbosas en su primero, pero a medida que fue tomando conciencia de los astifinos pitones fue disminuyendo su capacidad para pensar en la cara de su oponente. Y surgieron las dudas, el baile de piernas y el toreo despegado y aburrido. De dulce temperamento era el sobrero, pero Finito no tenía confianza en su pecho, y no dio ni un pase a derechas. En fin…

Quedaba la esperanza del sexto de la tarde. Lo recibió Talavante con airosas verónicas (se había lucido en un primoroso quite por chicuelinas en el primero de Morante), pero el toro no tenía clase alguna, se refugió en tablas y nunca humilló. No fue posible el desquite, pero quedó para siempre el recuerdo imperecedero de una bellísima faena de un torero en estado de gracia. Ahí es nada…