Álvaro Pastor Torres.– Las tardes anodinas, aburridas, plúmbeas como el cielo de ayer, Joaquín Caro Romero escribía sobre los gorriones que se paseaban por el ruedo, algo imposible ayer ante las bandadas de cotorras argentinas que surcaban amenazantes y ruidosas los cielos de la plaza de toros; Vicente Zabala Portolés recurría a la gastronomía; el profesor Amorós tiraba de literatura comparada y mi amigo Ignacio Barquerito pasa de la botánica a la historia ferroviaria de cualquier ciudad con la facilidad que sólo tienen los sabios humanistas. Al que suscribe, humilde aprendiz de esto, le dio por contar los aviones que pasaron tras el torreón de la calle Adriano coronado por la veleta con un caballero maestrante: doce. A una media de ciento y pico de turistas cada uno da una suma de casi mil quinientas criaturitas vagando -y sudando- por la vieja Hispalis, haciendo cola en El Rinconcillo o pidiendo a Tania y a Manolo chocolate y calentitos -ellos dicen churros- en El Comercio de la calle Lineros, que no Puente y Pellón. Y eso sólo en dos horas por un trocito de cielo, cielo andaluz, ese pasodoble que Tejera reserva para algunos elegidos. El aeropuerto de San Pablo debía ser por entonces una feria; otra.

La esperada corrida de Alcurrucén fue un muestrario de mansedumbre y falta de casta, eso sí, muy estrechitos de sienes casi todos. Morante no está aunque sí se le espera, este año menos que otras veces, la verdad sea dicha. Toda la tarde anduvo como un alma en pena de acá para allá, un ánima con los ecos decimonónicos de las láminas de El Ruedo gracias a esa montera tan peculiar, los generosos bordados del traje y los pañolitos en la chaquetilla. Cada dos por tres meneaba la cabeza de izquierda a derecha, tras un derrote, un parón, un regate e incluso después de una verónica medio buena. Casi siempre fuera de la suerte y con escaso empuje a la hora de meter los aceros. Su fiel parroquia se tuvo que conformar con el esbozo de unos lances de capa, algún muletazo con la izquierda y sobre todo con una media de antología en la puerta de la antigua enfermería. Escaso bagaje para tan abultada feria.

Castella dio decenas de pases con cierta exposición algunos, y escaso recuerdo la mayoría, casi siempre al rebufo de una música tan pronta y generosa con algunos como cicatera con otros. A pesar de ello el galo pareció pedir explicaciones a la banda con aspavientos y estoque simulado cuando con toda justicia cesó de tocar en su faena al quinto tras el preceptivo y seco golpe de bombo. A punto estuvo de meter en la canasta a ese manso de solemnidad que le tocó en desgracia y que apenas se dejó picar. Para esos casos, señor don José Luque Teruel, el artículo 54.12 del reglamento taurino vigente en la Comunidad Autónoma de Andalucía permite utilizar las banderillas negras tras ordenarlo el usía con un pañuelo rojo. Y no pasa nada, na-da.

Tomás Rufo, clara personificación de ese toreo moderno, funcionarial, anodino y un punto espeso, llegó, se manchó un poquito el traje malva, fuese y no hubo casi nada.

Ramón Serrera, mi vecino de localidad, hizo mutis por el foro tras el arrastre del cuarto una vez terminada la liturgia secundum ritum morantistii, y Mario Zapata salió pitando para el Real de la Feria -que no de la Jara- nada más doblar el manso que hizo quinto; eso que ganaron.

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