Gastón Ramírez Cuevas.- La corrida del aniversario de la Monumental de México no dejó ni una trste salida al tercio por parte de Ortega y Castella.
Toros: Ocho de Los Encinos y uno de Los Ébanos. El cuarto de la noche –segundo de Castella- fue devuelto por impresentable y sustituido por otro de la ganadería titular. Al sexto de la corrida (tercero de Castella) lo echaron al corral porque el matador en turno, en un latigazo capotero de castigo, le rompió una mano al sacarlo del caballo. Fue sustituido por un animal muy protestado de Los Ébanos que fue devuelto también porque el francés se negó a estoquearlo. Castella regaló un noveno ejemplar, éste fue de Los Encinos.
Todos los toros fueron pitados, algunos de salida, otros en el arrastre y otros más de continuo. El cuarto bis y el quinto fueron los únicos bichos relativamente aceptables, tanto por su presencia como por el juego que dieron.
Toreros: Rafael Ortega, mató de casi entera en buen sitio al que abrió plaza: silencio. Al tercero le metió una entera delanterilla: silencio. Al quinto o despachó de una entera meritoria. Pasó a la enfermería debido a una fuerte paliza entre una esquizoide división de opiniones, unos le pitaban y otros le gritaban: ¡Torero, torero!
Sebastián Castella, a su primero lo mató de dos pinchazos y un descabello: palmas. Al que sustituyó al cuarto de la noche le recetó un bajonazo: división. Al que –finalmente- cerró plaza, toro de obsequio, se lo quitó de enfrente con un pinchazo y tres descabellos, división de opiniones. Anteriormente escuchó los tres avisos por negarse a matar al toro que sustituyó al sexto, que se había inutilizado en el primer tercio. Esa actitud de desacato a la autoridad antes conducía al torero directamente a la cárcel, ahora ya desemboca en un torito de regalo.
Viernes 5 de febrero del 2010
Décimo cuarta corrida de la temporada y sexagésimo cuarto aniversario de la Plaza México
Creo que no ha habido un festejo más ignominioso que el que ha marcado el 64 aniversario del coso más grande del mundo. Imagínese usted, un solo toro que tuvo algo de casta y al que Ortega no entendió cabalmente ni alcanzó a domeñar. Por otro lado, una cátedra de charlatanería de parte de Castella, quien estuvo oscilando entre el engaño burdo y la chulería absoluta. Taurinamente hablando únicamente se pueden rescatar la quietud de Ortega en el quinto y algunos pases de calidad del torero de Béziers en el último de la noche.
A la fecha taurina más importante de América, según declaró el galante empresario de la México hace algunos años, acudieron quizá unas veintidós mil personas y un pequeño grupo de aficionados. ¿Para qué? Pues para presenciar un fantasioso mano a mano entre Rafael Ortega, quien gusta de anunciarse como El Señor de los Tres Tercios, y Sebastián Castella, al que algunos consideran una figura de calidad internacional. Fue un festejo al que uno hubiera preferido no asistir, pero en esto de la afición puede más la ingenuidad que la astucia. Vamos a lo ocurrido.
En el que abrió plaza, un animalito con cara de buena gente y comportamiento vacuno, Rafael estuvo voluntarioso sin poder lucir en modo alguno.
Le tocó el turno a Sebastián, quien –suponíamos- venía a cortar rabos mil ante toros de verdad. El de Los Encinos se llamó “Lupe”, ya desde ahí la cosa era poco seria. Lo que se vio fue un pseudo-arrimón del francés acosando a un animalito sin clase ni bravura, desplantes absurdos, pases de latiguillo y una manía incomprensible por quitarle la franela de la cara al cornúpeta después de cada muletazo.
En el tercero, el ídolo de Apizaco trató hasta de pueblear, pero con un toro degollado que jamás dio una buena embestida, su labor no tuvo objeto.
No sabíamos que faltaba lo peor, que ese tercer toro había sido el heraldo del principio del fin. Pues sí, el cuarto tenía todas las trazas de ser un becerrote escuálido. La gente ya no quiso dejarse engañar y lo pitó hasta que el nefario juez Eduardo Delgado lo cambió. Resulta sorprendente que el primer sobrero sí parecía un toro y sólo pesaba trece kilillos más –quinientos y pelitos- que la comadreja a la que sustituyó. Castella, triunfador de Las Ventas y de otras plazas de polendas, instrumentó un quite por chicuelinas a la trágala, y cuando en la faena de muleta el toro respondió, él se alivió. El balance positivo se compuso de un natural bueno y un par de dosantinas templadas, y por poco nos deleita con “le téléphone”. El bajonazo fue lamentable, triste, insultante.
¿Y este muchachito es el que quiere hablarle de tú a José Tomás? No cabe duda, estamos viviendo la época de oro del teatro del absurdo, don Eugenio Ionesco estaría feliz. El último toro de Rafael Ortega fue relativamente bravo y el tlaxcalteca no le sacó el partido suficiente. Hablando en plata, el burel estuvo por encima del diestro. En un momento aciago, por no perderle pasos, el toro le levantó los pies de la arena y le pegó una paliza de las buenas. Afortunadamente, no se produjo la cornada.
Y apareció por toriles el que teóricamente debía haber cerrado plaza. Castella lo sacó del caballo y le pegó una media verónica de castigo rompiéndole una mano al bicho.
Salió el sexto bis, una musaraña de Los Ébanos. La gente armó una bronca sabrosa tapizando el ruedo de almohadillas, desde el callejón Herrerías increpó al torero por no querer estoquearlo, y el francés se quedó recargado en el burladero cruzando las piernas como si con él no fuera la cosa: ¡Olé los falsos gitanos!
La enérgica y draconiana autoridad personificada en el señor Delgado, le pitó tres tímidos avisos a Castella, quien entre una lluvia de cojines se negó a tomar muleta y estoque y liquidar al pobre novillo. ¿Quién aprobó esos bichillos? ¿Quién los exigió? ¿Quién perpetró este magno cartel? Como en Fuenteovejuna, la obra de Lope de Vega: ¡Todos a una!
Sebastián, pródigo y generoso, regaló un noveno toro. En honor a la verdad hay que anotar que el torero galo pegó un natural excelso. También es justo señalar que toreó más con la muleta en las nalgas que por delante, algo que nunca ha sido el toreo verdad. Mató fatal, pero eso ya no sorprende a nadie.
En suma fue una patética celebración de cumpleaños para una plaza que se estrenó en 1946 con El Soldado, Manolete, Procuna, y los toros de San Mateo. Eran otros tiempos, otro país y otra Fiesta.