Gastón Ramírez Cuevas.- Como suele ocurrir en prácticamente todas las corridas de toros, el mejor toro del encierro no le tocó al mejor torero. De esa manera el estupendo y bravo toro "Guajiro", de Moisés Fraile, fue a caer en manos de Castella, quien lo toreó de una manera nada memorable. El toro derrochó bravura en el caballo ocasionando dos tumbos, y desde que salió de toriles hasta el momento de la estocada embistió con alegría y humillando.

En descargo de Castella señalaré que estuvo bien con el capote, tanto en las verónicas como en el quite por chicuelinas, que le dio a "Guajiro" muy buenos pases al natural y que lo mató de manera muy digna. La oreja fue pedida por gran parte del público y el torero galo la arrojó displicente a uno de su cuadrilla.

Ese quinto toro merecía más, mucho más, pero Sebastián ha caído en un toreo convencional hasta la intrascendencia, en una tauromaquia muda. Sus kilométricos avíos deslucen lances y muletazos, y aunque se ve que intenta no caer en la vulgaridad, se trata de una tarea visiblemente superior a sus fuerzas. Bueno, para fortuna del toro, éste murió dignamente y se fue al desolladero sin una oreja.

José Mari Manzanares es la otra cara de la moneda y cortó la otra oreja de la tarde en el sexto toro. Ya en el primero de su lote había hecho una faena de las suyas, en la cual dos soberbios cambios de mano por delante bastaron para que el aficionado se olvidara de las lluvias y aburrimientos de días pasados. De haber matado a la primera, hubiera vuelto a La Maestranza el tema eterno de si oreja sí u oreja no.

En el que cerró plaza, un castaño que no tenía mucha fuerza -como casi todo el encierro, a excepción del cuarto-, Manzanares estuvo cumbre, toreando con ese empaque, esa poesía y ese temple inimitables. Los muletazos por el pitón derecho eran largos y muy suaves, completos y geométricamente hermosos. El toreo de José Mari tiene la virtud de proporcionar una enorme alegría estética al que lo contempla, algo que muy pocos toreros pueden transmitir al tendido. Volvió a pinchar (cosa rara en él) y cortó una merecida oreja con una absurda petición de la segunda.

El Cid no estuvo ayer en la plaza, o por lo menos, su alma torera parecía haberle abandonado. La inseguridad, el torear atravesado, fuera de cacho, los gritos, y hasta un metisaca en el chaleco (propinado al cuarto), fueron el sello de la aciaga tarde para el de Salteras. Es una pena, ya que puede haber cierta nobleza en el fracaso, pero no hay gloria alguna en demostrar ineptitud.

A %d blogueros les gusta esto: