Álvaro Pastor Torres.- Tomo prestado el título de la novela de Antonio Burgos, editada por primera vez en Barcelona allá por 1971, ya que refleja perfectamente un día de toros como el de ayer. A la una de tarde el cielo se abrió sobre Sevilla y descargó un diluvio largo y tormentoso que hizo temer lo peor. En cambio, a eso de las cuatro, asomó un sol que hasta picaba y todo. Mas la lluvia reapareció en forma de chaparrón cuando las cuadrillas aún no habían subido la calle Iris.

En jornadas así o Tejera –que anda dando una de cal y otra de arena- se arranca con el toque de gloria que aquí responde en forma de pasodoble por el nombre de “Plaza de la Real Maestranza” –tras el cerrojazo de rigor que hiela la sangre de los que están liados en los capotes de paseo-, o bien los clarineros ponen la agonía al festejo con el toque de suspensión que antecede al paseo de la famosa tablilla. Pero afortunadamente el cielo respetó la corrida y a la hora en punto se rompía plaza tras haber retirado, no sin esfuerzo, la gran lona que protege la tostada arena, operación que en su recta final le recuerda a mi amiga Mariángeles Ordaz la pesca del atún en la almadraba.

Y mirando al cielo, como el machadiano hombre del casino provinciano, pasaron la tarde en el tendido muchos –y muchas- no fuera a ser que se le estropeara el cardado o despintara el tinte vegetal. Porque a los toros cada uno va a por una motivación: a pintar la mona y salir lo más pinturero posible en las fotitos de vida social; a hartarse de beber, cosa que en la Maestranza afecta mucho al riñón –por lo caro que es- y evidentemente al hígado; porque va Vicente o por pura afición.
Y la tarde, bien mirada, tuvo sumo interés de cabo a rabo, tanto para el espectador de relleno como para el aficionado. El Cid volvió a demostrar que no está ni para el sol –que asomó tímidamente- ni para el agua, que afortunadamente no apareció más que en forma de leves gotas, casi inapreciables. Aunque sumamente manso, el primero tenía su faenita por el pitón derecho en los terrenos del 11, pero el de Salteras se pasó hablando (por algún lado han de salir las malas vibraciones) y gesticulando todo el rato. Para colmo lo atravesó y asomó el estoque. El cuarto, que metía bien la cabeza por ambos pitones, sobre todo por el diestro, se le fue entre un mar de dudas –o mejor océano por ser más grande-, lo que enojó, y mucho, al respetable.

Castella no estuvo a la altura del extraordinario quinto -¿era de vuelta al ruedo, señora presidenta?- y a lo mejor por eso tiró la solitaria oreja que le entregó el hijo del recordado Quini Zulueta. El trasteo, demasiado largo, vino a menos por culpa de la zurda. En su descargo hay que agradecer al francés que dejó ver al toro en varas. Manzanares falló a espadas dos faenas con mucha plasticidad, buen gusto y torería como es marca de la casa.

 

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