Gastón Ramírez..- La tarde de ayer tiene ya el sello de lo inolvidable.
Habrá que esperar a ver cómo se titula en nuestras memorias: ¿La tarde de la faena sin música? ¿La tarde del Juampedro y la vuelta?
Ya se verá y es lo de menos. Lo importante es que ahora mismo, lo que le ha hecho José Antonio Morante al primero de su lote ha borrado todo lo que de bueno o hasta superior ha habido en la Feria.

¿Por qué? Porque no se puede torear con más verdad, más clasicismo y más inspiración.

El toro de Juan Pedro era débil y se revolvía muy en corto. Sólo un torero dispuesto a meterse en ese terreno en el que al toro no le queda otra más que embestir podía realizar el milagro de la faena grande.
Morante lo hizo, consciente y decidido, lanzándose a la conquista de algo desconocido, algo que podía fácilmente terminar en un tabaco gordo o en un triunfo indiscutible.
La poca bravura del toro le alcanzó para encastarse y pelear de manera emocionante, mientras el mejor Morante -o sea, el de siempre- se lo enroscaba en la cintura, jugándose la barriga y toreando hacia adentro.

Todavía flotan en mi mente los naturales a pies juntos en un palmo, templados y perfectos; los eternos pases de pecho; las trincherillas; los derechazos, en fin… Sin olvidar dos verónicas resplandecientes y una media que escrita llevaría mil signos de admiración. El figurón de La Puebla del Río imprime a su toreo una sensibilidad, una intuición y un sentido de la geometría que, aunados a ese valor seco y sin aspavientos, desembocan en el toreo puro.

De algún modo, es afortunado que el toro se le haya pasado un poco de faena y que haya necesitado hasta de un golpe de verduguillo para pasaportar al torito, pues de otra manera, el personal de las salas de urgencias hospitalarias de Sevilla no se hubiera dado abasto para atender tantos casos de infartos y vahidos galopantes, entre los que sin duda me hubiesen podido contar. Y eso que a Morante no le salió por toriles ni un sólo toro claro en sus cuatro comparecencias en La Maestranza ¡que conste!

Sería injusto cerrar el texto sin alabar las verónicas y las gaoneras del toricantano Nazaré, así como su entrega en el sexto, jugándose el pellejo.

Y aunque la nota finalice con la otra cara de la Fiesta, la que mueve a la desesperanza, el desencanto y la suspicacia, no puedo dejar de decir que los pupilos de Juan Pedro Domecq dan cada vez más lástima por su debilidad y por su falta de raza. Cinco toros pitados en el arrastre es como para salir a la calle disfrazado por lo menos un par de semanas.
Y de Ponce ¿qué se puede decir? Que torear para afuera y aburrir al respetable son los leitmotifs del valenciano desde hace tiempo, y que la décimotercera de abono no fue la excepción.

Todo lo ocurrido en la tarde de ayer es una buena prueba de que para algunos, como Morante, el número trece trae suerte; mientras que, para todos los otros implicados, el festejo número catorce menos uno resultó nefario.

 

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