Álvaro Pastor Torres.- Se está poniendo de moda –y El Cid ayer la utilizó- una terrible práctica que consiste en dejar el verduguillo sobre la nuca del toro tras marrar el descabello para que el animal mismo se mate; una especie de suicidio asistido sin pastillas letales ni clínicas suizas. Muchos seguramente pensarán como Pedro Crespo, el calderoniano Alcalde de Zalamea, que tras ser recriminado por Felipe II al haber agarrotado al capitán que había deshonrado a su hija -en vez de degollarlo como correspondía a su condición de noble-, le espetó aquellos famosos versos: “Y esa es querella del muerto,/ que toca a su autoridad,/ y hasta que él mismo se queje/ no les toca a los demás… bien dada la muerte está/ que errar lo menos no importa/ si acertó lo principal”. Pero demasiadas ventajas tiene ya el matador sobre el animal como para encima incitarlo a matarse, así que quede aquí en tiempo y forma mi protesta.

Pero no fue el único suicidio asistido de la lluviosa tarde, hubo más. Y también una muy tímida resurrección de El Cid, que para eso estamos aún en tiempo pascual. El torero de Salteras no se podrá quejar del trato, el apoyo y el aliento que le prestó en todo momento el público de Sevilla. Y también la banda de Tejera, que puso su granito de arena haciendo sonar la música en una faena que en otras circunstancias habría silenciado. Pero la bondad tiene un límite, y de ahí a darle la oreja de su segundo, como pedían algunos –no la mayoría-, y hasta el tercero de su cuadrilla, va un abismo. Porque en circunstancias normales este mismo torero hace tres o cuatro años –el pasado tampoco estaba muy allá que digamos- le habría cortado tres orejas al lote de ayer, una al colaborador segundo y las dos al repetidor que hizo quinto, un toro con mucho motor –transmisión le llaman también- que pedía delante un torero templado, de tandas largas e ideas claras en vez un trasteo pueblerino.

Suicido también al volver a traer una corrida del Puerto de San Lorenzo después de varios años de fracasos; pero así es Sevilla, mejor dicho, la empresa de la plaza de toros de Sevilla. Corrida mansa y floja, con dos reses que volvieron al corral, una de ellas por propia iniciativa, sin necesidad de mansos; él ya se bastaba solito.
Y suicidio del crédito de Ponce en esta plaza que por lo general le ha sido esquiva. Dos señoras que tenía sentadas atrás, con varios másteres en revistas del corazón, mantenían que la actitud pasota y la pérdida de papeles a espadas con el muy serio sobrero de Toros de la Plata -¿dónde estaban esos veedores?-, se debía al “síndrome de las tres Palomas” (suegra, esposa e hija, pero sobre todo a esta última). Decían que desde que es padre se arrima menos. ¿Menos aún, si entre el toro y Ponce cabía un vagón del AVE? Ojú.

Talavante estuvo por allí, valiente, decidido, con ganas, pero lo que no puede ser, no puede ser.

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