30 de septiembre de 2001. Domingo. Corrida de toros. Abono.

Seis toros de Antonio Gavira.

Finito de Córdoba (berenjena y oro). silencio y silencio.
Manuel Caballero (grana y oro): silencio y silencio.
Víctor Puerto (rosa y oro): una oreja y una oreja.

Saludaron en banderillas Cruz Vélez y José Antonio Carretero. Este último lidió muy bien al quinto. Picó bien Manuel Muñoz. Menos de tres cuartos de plaza. Segunda de San Miguel. El primero fue un sobrero que salió por otro del mismo hierro devuelto por inválido.

Carlos Crivell

Las ganas de triunfo de Víctor Puerto fueron la nota destacada de la tarde. Este detalle puede parecer evidente, porque lo menos que puede tener un torero son ganas de triunfo. La realidad demuestra que no siempre es así. Ayer mismo, sus compañeros de terna dejaron entrever pocas ganas de triunfo. Finito y Caballero no se dieron ninguna coba ante sus mansos y tiraron por la calle de enmedio.

El mérito de Puerto es que aprovechó al que medio embistió y se montó encima del bulto sospechoso que cerró plaza. Dos orejas cortadas con el corazón y la espada. Un triunfo de un torero responsable y que sabía que estaba toreando en La Maestranza.

La corrida de Gavira siguió por los mismos cauces de falta de raza y bravura que domina a la mayoría de las ganaderías. Si el día anterior se sufrió una corrida de lástima, la de Gavira fue similar; incluso fue más mansa.

Sólo Víctor Puerto emergió entre la mansedumbre. Su actitud permanente en quites, en los lances de recibo al tercero y el talento para saber darle a cada toro lo que merecía, fue encomiable. El tercero exhibió cierta nobleza, aunque no repitió sus embestidas. A base de un valor sereno, Puerto fue desgranando muletazos sobre la derecha en los que arrastró la muleta por el albero con temple. Con talento, supo improvisar cuando el toro se paró para engarzar circulares, siempre bien recibidos, para acabar con naturales de buen sabor. La guinda fue una buena estocada y la oreja el premio justo.

La oreja del sexto la arrancó por narices. El toro era una mole de cerca de 600 kilos de mansedumbre y de poca raza. Puerto fue consciente de que había que torearlo en su terreno y se metió entre los pitones en un alarde de aguante y valor. Más que pases limpios, hubo emoción por la cercanía. Algunos de pecho fueron de hermoso trazo. Por encima de todo, las enormes ganas y la honestidad de un hombre vestido de luces. La oreja llegó por su tremenda entrega.

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