Juan Manuel Albendea.- El famoso apotegma que encabeza este artículo obedecía a que, hasta que se instauró el sorteo como norma, era el ganadero el que decidía el orden de la lidia de sus reses. Y existía la costumbre de dejar para casi el final del festejo la lidia del que tenía una genealogía más ilustre. Si el ganadero no acertaba en el quinto todavía quedaba la esperanza de que el sexto fuera de bandera.

Pues de bandera fue el toro quinto del Conde de la Maza, lidiado ayer en la Maestranza. En varas romaneó y descabalgó al picador Francisco Vallejo, quien hizo esfuerzos ímprobos por no descabalgar. Un monosabio protegió al caballo como un jabato. Lo que el toro transmitía en cada embestida era emoción. Un buen par de Luis Carlos Aranda. Luis Vilches puso todo su empeño en torear lo mejor posible, pero las pocas corridas del pasado año por mor de un grave percance denotaron la imposibilidad de estar a la altura de la casta y la emoción que prodigaba Maniloso, que así se llamaba el barbián. Una estocada atravesada haciendo guardia y una estocada caída puso fin a la labor del de Utrera, desgraciadamente por debajo de las calidades de su oponente. Si ese toro lo coge, por ejemplo, El Cid, salimos todos toreando de la plaza.

Otro momento emocionante lo vivimos en el tercio de varas del sexto. Cuando decíamos recientemente que la suerte de varas era un trámite enojoso tendente a desaparecer, no sabíamos que dos días más tarde viviríamos dos tercios de emoción exultante. El sexto, un burraco de espléndida lámina, tras tomar un puyazo con fijeza, en el siguiente encuentro sacó al caballo al tercio, derribó y cayó el piquero debajo del equino. El espectáculo fantástico de capotes y de quites a cuerpo limpio para impedir males mayores podría perfectamente engrosar uno de los grabados de la Tauromaquia de Goya.

Fue un encierro para figuras, no para toreros modestos, dos de los cuales debutaban ayer en La Maestranza, uno de ellos con más de doce años de alternativa en su haber. Valientes estuvieron, pero el encierro les venía grande. Salvo el primero y el cuarto que le tocaron a Rafaelillo, que no fueron en absoluto fáciles, los otros cuatro necesitaban unas figuras del toreo.

Por eso, la fama de los toros condesos (así se les llamaba a los del Conde de la Corte), y pienso que por qué no se les puede apodar así a los del Conde de la Maza, debe evolucionar hacia la preferencia de las figuras, pero no de pitiminí, sino auténticos maestros, capaces de domeñar con arte unas embestidas que, sin abandono de la nobleza, provocan la máxima emoción del arte de torear. Pero esas figuras no estaban ayer en La Maestranza. Estaban tres toreros modestos que les vino muy grande la corrida.

Publicado en El Mundo el 21 de abril de 2009

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