Álvaro Pastor.- A la razón. Al sentido común, bien cada día más escaso. A la dignidad, ídem. A la categoría de una plaza cuyo prestigio –transmitido en directo por televisión urbi et orbi- anda ya por los sótanos, gracias a una empresa acomodaticia y una autoridad que traga carros y carretas. Y atropello al aficionado, que es el que paga religiosamente y por tanto parece que solo tiene derecho a decir amén.

Los toros podrán salir mansos, bravos, flojos, fuertes, nobles, violentos, descastados, como sea, eso ya se verá durante la lidia, pero lo primero es presentar una corrida con un mínimo de trapío. Los utreros de Cuadri del otro día casi estaban mejor presentados que los toritos de Victorino Martín: reses esmirriadas, escurridas de todo, sin caja, demasiado justas de cornamenta algunas y con la edad mínima recién cumplida: ¡no hay humanidad, qué disgusto más grande para los animalitos darle matarile casi el mismo día de su cumpleaños!

¿Que eran las reses que habían apartado los veedores para la empresa y/o sus toreros? ¿Otra vez más el cuento del “toro de Sevilla”? ¿No será acaso el toro que paga la empresa de Sevilla? Pues con decir el presidente y los veterinarios nones, aquí paz y después gloria. Pero para eso hay que tenerlos como los del caballo del Espartero y este es un negocio muy complicado.

Y mira que la gente llegaba a la plaza con ganas. Y había expectación de día grande. Cada temporada se anuncian una docena de “corridas del año” y otras cuantas del siglo, y en casi ninguna pasa nada relevante. Desde que se desveló el cartel –cortina de humo para tapar las ausencias de Perera o Tomás, ya por entonces más que previsibles- todo el mundo quería ir a los toros este día, fuese como fuese y costase lo que costase. Los previos me recordaron a otra tarde de un lejano domingo de feria en que Espartaco se encerró con seis miuras, que fueron expuestos en la Venta de Antequera.

En estas corridas de tronío, por lo visto, vale todo, la cosa es aplaudir: series sin quietud ni dominio; muletazos fuera de cacho sosteniendo el engaño casi con el cáncamo del estaquillador, pares efectistas cuarteando en demasía… Y para colmo la suerte suprema fue una sucesión de pinchazos (los más) y espadazos infamantes. Digo yo que si uno ha pagado un “oeuf”, y algunos casi parte del otro, por una buena entrada -la reventa hizo su agosto- habrá que creerse que aquello está valiendo la pena ¿no?

Apuntillada la tarde, por la antigua calle del Áncora (ahora Antonia Díaz) algunos iban hablando del capote de Morante: no tenemos arreglo.

Publicado en El Mundo el 24 de abril de 2009

Foto: Álvaro Pastor

 

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