José Luis Garrido Bustamante.- Las cotas de libertad de que se ha beneficiado el espectáculo taurino han sido siempre tan evidentes que hasta conservan en la actualidad la presencia de los alguacilillos, testimonio histórico de las fuerzas de seguridad que habían de desalojar al público del ruedo para que diese comienzo la corrida y que habían de volver a él con el mismo propósito cuando los exaltados lo invadían bien para colaborar a la muerte del astado o bien para alzar en hombros al matador antes de tiempo.
Pero de eso a asumir la misión arbitral que corresponde al presidente del festejo media un abismo. Nadie ha prohibido nunca las expresiones sonoras de reprobación o de alabanza. En los toros de aplaude o se grita, se silba o se pronuncian esos óles cerrados y casi a media voz con que se rubrica una trincherilla con la satisfacción que provoca un tercio de cante bueno.
Todo eso está bien. Sacar un pañuelo verde, no. Porque esa es misión que corresponde a la autoridad. Y, porque con absoluto respeto a las normas democráticas, todos los espectadores deberían portar pañuelos similares. Y, es más, acompañarlos de los otros que forman la colección completa de moqueros que detalla el reglamento, el blanco, el azul y el anaranjado.
En la corrida de los Victorinos, han salido a relucir pañuelos verdes cuando un sector de público estimaba con mayor acritud que el toro que había salido debía ser devuelto. Y como este goteron verdoso había caído en un tendido que habitualmente ocupan buenos aficionados el hecho resaltaba más y otra parte, igualmente exaltada de la concurrencia, se apresuró a censurarlo.
Total, nada. Una tormenta en un vaso de agua. Pero conviene recordar para enseñanza de los ignorantes que el verde es un color sagrado para los andaluces que, como hicieron un día ya lejano los Omeyas, lo han subido a su bandera y es también la sacra coloración con la que el Real Betis tiñe sus insignias con lo que solo con mostrarla de manera inadecuada ya se están hiriendo los sentimientos de una parte considerable de los espectadores.
La corrida fue otra decepción. Salvo un par imposible de Antonio Ferrera y otro de Carlos Casanova que antes había estado oportunísimo haciendo un quite a un compañero, amen del honrado pareo al segundo de el Boni y su capote de jazmín en el quinto de la tarde, poco se pudo verter en el tarro de la esencias. Y tuvieron la culpa los toros de Victorino.
Muchos aficionados no habrían sacado el pañuelo verde para devolver a un ejemplar determinado sino al encierro entero. Pero como se guardaron las formas con arreglo al respeto que merece la plaza cuando se vio ese conjunto de banderitas verdosas, alguien pudo concluir con razón: Mira, hoy ha venido en el Ave mucha gente de Madrid.