El viajero ha llegado a Sevilla sediento de emociones. La leyenda de una ciudad tan vinculada a la Fiesta de los Toros le despierta los sentidos. Se vive la mañana de Feria con cierta pereza, hay que seguir en la pelea de cada día después de la noche de alegrías en el Real. Por la calle Pastor y Landero caminan hacia la plaza de toros quienes se acercan al sorteo de las doce de la mañana. Nada conserva la puntualidad como la fiesta taurina. Algunos tenderetes de reventa de entradas anuncian que aún quedan localidades para la corrida de la tarde.

El sorteo es un rito lleno de solemnidad. Ha llegado la autoridad, el ganadero y las cuadrillas. El cuarto que da entrada a los chiqueros es un perfecto cónclave del toreo. Las cuadrillas han pasado para enlotar los toros. Poco después cantan ante el presidente los tres lotes elegidos. Se escriben los números en el papel de fumar y se introducen en un sombrero de ala ancha. Todo se cumple con exactitud; nadie levanta la voz. Al final, la suerte está echada. Las cuadrillas eligen el orden y cada uno se marcha a su hotel para tratar de contarle al maestro que los dos toros que le han caído en suerte tienen unas hechuras enormes y que van a embestir.

El Arenal de Sevilla es un punto de encuentro a la una de la tarde. La calle Iris, esa misma que por la tarde será la pasarela para entrar en el coso, es ahora testigo de las salidas de los taurinos. Un azulejo recuerda a Antonio Ordóñez en la casa que habitó. Se impone salir al Paseo de Colón. Las taquillas están abiertas. En la esquina con Antonia Díaz se levanta el monumento a Curro Romero. No cabe mejor sitio para poner un monumento. Curro sigue embrujando a Sevilla en su eterno desplante. El bronce se convierte en empaque.

A pocos metros se encuentra la Puerta del Príncipe. La madera gastada por la corrosión del tiempo nos trae a la memoria gestas y gestos de toreros a hombros por la Puerta más anhelada del toreo. La plaza está encalada porque los maestrantes la pintan todas las primaveras. La gente se para y mira. Algunos meten el ojo por los agujeros entre los tablones para ver los arcos del coso. Ya en los alrededores hay puestos que venden de todo, desde recuerdos para turistas hasta las minucias más insospechadas.

Cruzando el paseo está Pepe Luis; así a secas. Tiene la muleta recogida en su cartucho de pescao. Algo más allá, Carmen la Cigarrera. Cerca del Puente de Triana, otro monumento dedicado a Antonio Mairena, cantaor flamenco. Pasando el puente, camino del Altozano, el viajero piensa en las sensaciones que le despierta la llegada a Triana. El barrio más famoso del mundo por su arte y gracia, la cuna de tantos artistas del mundo de cante, del baile y del toreo. El toreo y Triana. La escultura de Venancio Blanco dedicada a Belmonte es el símbolo. En las entrañas del monumento hay un espacio rectangular por el que se dibuja la Giralda. Por un momento se imagina el viajero al Pasmo de Triana, que por cierto nació en la calle Feria, toreando con los mozalbetes de su edad en los llanos del Altozano.

Triana es la cuna de toreros geniales. Se ha querido enfrentar a Sevilla con Triana, cuando el barrio es una parte esencial de la ciudad. La ciudad de la gracia es pinturería en los toreros de Sevilla y es puro barroquismo en los de Triana. Pero de Sevilla son Chicuelo y Cagancho; Joselito el Gallo y Curro Puya; Pepe Luis y Gitanillo de Triana; Diego Puerta y Emilio Muñoz. La cava de los gitanos y la cava de los “calés” son recuerdos de un lugar único de esta ciudad, que te recibe con la imagen dolorosa de la Estrella y acaba en El Cachorro pasando por la belleza morena de la Esperanza trianera.
En cualquier taberna de Triana se repone fuerzas, pero hay que seguir el viaje. En cada rincón hay un motivo para recordar la historia. En el centro de la ciudad se forman tertulias improvisadas. En la hora del calor del comienzo de la tarde, las calles se han despoblado. Una riada humana se dirige a esas horas hacia el Real de los Remedios. Es la otra forma de vivir la antesala de la corrida de toros.

Por la calle Asunción del barrio de Los Remedios avanzan los coches de caballos, los tiros enjaezados y los caballistas y amazonas. El mujerío se viste con el traje de flamenca. El calor aprieta. La portada de la Feria de este año tiene motivos taurinos. Se ha diseñado la Puerta del Príncipe vista desde la plaza. La Feria de Sevilla es torera y marchosa. Los nombres de las calles lo dicen todo: Joselito el Gallo, Juan Belmonte, Bombita, Cagancho, Pepe Luis Vázquez, Espartero… A las cuatro de la tarde el paseo de caballos es una explosión indescriptible de color. Las casetas viven la Fiesta.

Algún viajero llegado a Sevilla prefiere la noche para acudir a la Feria. Se ha marchado a otros lugares sevillanos. Ha pasado por el barrio de San Bernardo, allí donde estuvo el matadero en el que dieron sus primeros pases los Vázquez y Diego Puerta, pero donde también habitaron Costillares y Pepe Hillo. Frente a San Bernardo hay una pequeña puerta que recuerda que allí estuvo la Monumental de Sevilla, una plaza soñada y levantada por Joselito para que todos los públicos pudieran ir a los toros. Fue una plaza de duración fugaz. Con la muerte del mejor de los toreros también murió la plaza que apenas estuvo tres años abierta y acabó en escombros.

Dando marcha atrás, paseando por las estrechas calles del barrio de Santa Cruz, el viajero se relaja. Con algo de prisa pretende llegar hasta la Alameda de Sevilla, allí donde vivieron los Gallos, donde aún hoy día habita la familia de Chicuelo. Piensa el caminante que esta ciudad es un tratado de tauromaquia, que en cada rincón se esconde un capítulo de su mejor historia.

Hay que volver al Arenal de Sevilla. La hora de la corrida se acerca. Desde la Feria vuelven coches de caballos con aficionados que paran ante la Puerta del Príncipe. Las taquillas han puesto el no hay billetes. Corrillos de aficionados esperan hasta el final para entra en la plaza. Se regalan miles de folletos publicitarios. Todos son parabienes y buenas intenciones. Algunos se han emplazado en la calle Iris para ver de cerca de los toreros al entrar en la plaza, aunque la verdad es que desde que Curro no torea este lugar ya no es lo que era antes. Algún chiquillo alarga la mano para tocar el bordado de un torero, que con la vista perdida saluda a quienes les gritan como si fueran amigos de toda la vida. Así llegan al patio de cuadrillas, tomado por los caballos de los picadores y las mulillas. Los toreros se parapetan en la capilla. El sol entra muy intenso por la bocana del tendido 12. Queda muy poco para que empiece el festejo.

A las seis y media comienza el rito. El presidente ha sacado el pañuelo. Pepín Tristán ordena que suene el pasodoble Real Maestranza, se abre la puerta de cuadrillas, salen los alguacilillos, cruzan la plaza y vuelven después de saludar al usía. Salen los toreros al ruedo, es una escena de belleza irreal, no cabe más luz y color en la retina. Las puertas de la plaza se van cerrando, los últimos espectadores llegan con prisa, puro en ristre, calor sofocante, manzanilla a tope, para buscar su localidad. Se ha roto el paseíllo, se torea al viento tras el cambio de la seda por el percal. Fuera miedos. Es la hora de la verdad. El pañuelo blanco sale al aire, suenan los clarines y la tarde de fiesta alcanza su plenitud con la salida al ruedo del rey: el toro.

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