
Ese público no estaba equivocado. Si nosotros hubiéramos estado en esos tendidos también habríamos manifestado de forma expresiva nuestra alegría y satisfacción por esas faenas, que nos mostraban toreros que rectificaban la posición, que remataban muchos pases por alto y que casi siempre se dejaban enganchar los engaños. Y al ver esas imágenes surge la explicación. Allí había emoción de verdad.
El toreo ha llegado a una perfección insospechada. No se concibe ya una faena con enganchones, menos se permite que un torero mueva los pies en el embroque. Es un toreo casi perfecto, al que se ha llegado porque el toro actual lo permite. El toro y el toreo se han conjuntado para que se presencien obras sin mácula. Sin embargo, con este toreo tan perfecto ya no se levantan con entusiasmo los públicos como en aquellos otros tiempos del pasado. Ahora se contemplan las tandas de muletazos y solo hay reacción cuando llega el remate con el pase de pecho. Cuando esa perfección está adobada de un arte sublime o un valor descomunal, entonces hay verdadera respuesta del tendido. No puedo explicar las causas, pero a veces añoro un toreo que sea capaz de levantar en cada muletazo a toda una plaza, como nos enseñan esas imágenes en blanco y negro del pasado. Fiel a mis tesis, debe ser que esta perfección está carente de emoción. Y caigo en que esa emoción del pasado la debía poner, en buena parte, el toro.