Antonio Lorca.– El Toro de la Vega y la Tauromaquia son dos actividades legales y expresiones culturales, con sus normas, reglamentos y limitaciones, pero se parecen como un huevo a una castaña. En ambas el toro es el protagonista, su muerte está presente y las dos provocan adhesiones y rechazos a flor de piel, pero las diferencia un detalle fundamental: mientras el objeto de la primera es la muerte salvaje del animal, la otra es una constante búsqueda de la belleza. Y se acabó.
La fiesta de Tordesillas desprende instintos primitivos en la persecución de un ser indefenso que huye despavorido de una turba armada con afiladas lanzas; el Toro de la Vega huele a animalidad, a morbo, a maltrato… Identifica a un pueblo que tiene derecho a su tradición, pero lo devuelve a las cavernas.
Las imágenes de El Toro de la Vega denotan que la sangre derramada por el rompesuelas de turno salpica a corredores fogosos y exaltados que se escudan en la tradición para dar rienda suelta a un espectáculo bochornoso a la luz del siglo XXI.
La tauromaquia es otra historia; es una emoción que nace del misterio, la armonía, la fuerza, la nobleza, la heroicidad, la sensibilidad… Es un ejercicio espiritual que surge del encuentro extraordinario entre un animal salvaje y un ser inteligente a lo largo del tiempo.
El tiempo… Ese es uno de los problemas centrales de la tauromaquia; con el paso de los años ha perdido ritmo y esencia, ha permitido que la destaurinización se asiente en la sociedad, y, así, lánguida y con febril semblante, se ofrece como víctima propiciatoria de ataques inmisericordes.
La fiesta de los toros ha permanecido, además, ajena a la creciente sensibilidad sobre los animales; mientras consideramos a las mascotas como miembros de nuestras familias, el toro, una obra perfecta de ingeniería genética, uno de los animales más bellos de la naturaleza, nacido para una creación artística, ha permanecido encerrado en el campo, aislado del mundo, y solo se muestra en los veinte últimos minutos de su vida. En conclusión, la tauromaquia se ha mantenido al margen de este proceso imparable, y ha perdido, quizá de manera irremediable, la batalla de la comunicación con el mundo.
Pero la fiesta no es un ejercicio de maldad en el que se exprese odio hacia el toro. El aficionado no experimenta placer con el supuesto sufrimiento del animal. No es ese el objeto de la corrida, sino la lidia -lucha- entre un animal fiero y noble y un inteligente y valeroso ser humano que se juega la vida para alcanzar la gloria de valores civilizados.
No es grande la fiesta porque el Parlamento la haya entronizado como patrimonio cultural; no lo es porque sea la columna vertebral de las festividades de este país; ni siquiera por su activa defensa del medio ambiente y su gran aportación económica.
La tauromaquia es grandeza porque al cabo de más de dos siglos de vida sigue siendo motivo de emoción y controversia; porque palpita aún a pesar de prohibiciones papales y regias; porque corre, pese a quien pese, por las arterias de la historia de este país, y porque un puñado de conspicuos intelectuales la han elevado a las cimas de las bellas artes.
Algún misterio encerrará cuando ha embelesado a almas tan sensibles como Federico García Lorca, Miguel Hernández, Gerardo Diego, Ortega, Bizet, Picasso, Cela… Algo debe tener cuando el genio de Curro Romero o Antoñete, por ejemplo, solo se explica si se barajan términos como la armonía, la gracia o la caricia.
Y queda lo mejor: la aportación más importante que la tauromaquia ha hecho a la sociedad es la pervivencia del toro bravo, un animal único, imponente, grandioso, que nace, vive y muere por y para la fiesta.
Se cumplen ahora veinte años del estreno de la película ‘Babe, el cerdito valiente’, un relato enternecedor. Sus padres adoptivos, una pareja de perros ovejeros, le cuentan cómo funciona la granja. ‘Todos tenemos una misión’, le dicen; ‘la vaca sirve para dar leche; los perros, para ayudar al amo con las ovejas, y los cerdos no sirven para nada, y por eso los amos se los comen por Navidad. Así funciona el mundo, Babe’.
Este mensaje de la película australiana es el que parece que no se ha entendido: el toro sirve para la lidia en la plaza, para generar emoción y arte. Si no fuera así, no serviría para nada; nos lo comeríamos y desaparecería.
De todos los grandes atributos de la historia, la emoción, la belleza, la plasticidad y la espiritualidad carece el Toro de la Vega, reducido a una loca carrera, lanza en mano, para desangrar a un animal temeroso del hombre.
Por cierto, hace unos días, un mensaje de Twitter se erigía en un monumento a la claridad: ‘El Toro de la Vega es a la tauromaquia lo que la tomatina de Buñol es a la gastronomía’.
Pues eso.