Antonio Lorca.– Hace unos pocos meses, en una tertulia celebrada en Sevilla, el maestro Curro Romero reflexionaba sobre su particular visión del arte del toreo:

“El torero, decía, es el único artista que ejecuta su obra delante de diez mil personas, y allí abajo, delante del toro, pasando fatiguitas, tiene que escuchar que uno le diga: ‘Pónsela’, y otro: ‘Bájale la muleta’, y el de más allá: ‘Arrímate’. ¿Se imaginan ustedes a un pintor con su paleta de colores, delante de una multitud, y que uno le dijera: ‘Ponle un poco más de color rojo’, y otro: ‘Arréglale la carita’? Qué locura, ¿no? El aplauso o la bronca, al final. Por eso, me gusta tanto el público de tenis”.

En estas que andaba este jueves Perera en un forzado intento por sacar un poco de agua del pozo seco de su primer toro cuando varios espectadores le afearon su actitud, unos con palmas de tango, y otros con pitos o comentarios fuera de tono. Cada cual tiene derecho a expresar su parecer, faltaría más, pero tiene razón el Faraón de Camas: no es fácil estar con dignidad en la cara del toro en un ambiente hostil.

Y lo peor es que Perera no merecía tales protestas, porque su actitud fue de torero solvente ante un animal apagado, de corto viaje, soso y deslucido.

Otro toro birrioso, espejo de mansedumbre, fue el quinto, acobardado en todo momento, y el torero consiguió administrarle un par de tandas de aceptable enjundia.

Curiosamente, le ocurrió lo mismo a Ferrera -su lote también fue manso, soso y sin clase alguna, con una embestida incierta y probona-, pero se le respetó mientras trataba de atinar con su paleta de colores. Incluso, se le recibió con una ovación al romperse el paseíllo para agradecerle, se supone, su clamoroso triunfo del pasado sábado, y animarlo a pintar de nuevo.

Pero todas las tardes no se dan las condiciones propias para la perfecta conjunción entre toro y torero. Y en esta ocasión, la creatividad de Ferrera, que parecía notoria, no se pudo acomodar -era imposible- a la mala clase de sus toros. Y a fe que lo intentó, a pesar del intenso viento reinante. Pues a pesar de ello, a su primero, tan deslucido él, le hizo una analítica de comportamiento, un verdadero estudio sicológico de su mal estilo, y pronto diagnosticó que no tenía solución.

Recibió al cuarto con dos vistosas tejerinas, se lució brevemente con el capote a la espada a la salida del primer puyazo, se lo llevó después a los terrenos de sol, pero el toro estaba cuajado de defectos y su problema no tenía solución con el cambio de terrenos.

Y el toro de mejor color, el tercero, le correspondió a López Simón. Acudió con presteza a la muleta, nobleza, clase, fijeza, ritmo, dulzura y celo, y el torero madrileño lo entendió bien e hilvanó varias tandas correctas por ambas manos que levantaron el ánimo del alicaído público. Pero aquello no acabó de romper. Faltaba algo. Faltó, quizá, que el torero se emborrachara de toro, que rompiera la plaza, o que su toreo -su obra, a fin de cuentas- tuviera otro color, otro impacto.

Y como López Simón es consciente de que la paleta no la maneja con la soltura de los grandes, optó por las socorridas bernardinas. En unas de ella sufrió un volteretón de miedo, del que salió desmadejado. Rociado con el agua milagrosa de la botella de plástico, volvió a la cara del toro y dio tres bernardinas más entre el ‘ay’. Pero cuando tenía la oreja ganada, mató mal y todo se esfumó. También erró garrafalmente en la suerte suprema ante el deslucido sexto.

Toros de Puerto de San Lorenzo, bien presentados, mansos, descastados y muy deslucidos; el tercero, muy noble y con clase en la muleta.

Antonio Ferrera: pinchazo, estocada y un descabello (silencio); bajonazo (silencio).

Miguel Ángel Perera: media tendida (silencio); estocada perpendicular y cuatro descabellos (silencio).

López Simón: dos pinchazos -aviso-, dos pinchazos y un descabello (ovación); dos pinchazos, estocada atravesada y tendida -aviso- y siete descabellos (silencio).

Plaza de Las Ventas. 6 de junio. Vigésimocuarta corrida de feria. Casi lleno (22.310 espectadores, según la empresa).

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