Ventura_niñoÁlvaro Pastor Torres.- Diego Ventura nació en Lisboa, una de las ciudades más bellas del orbe, y que debió haber sido capital del imperio hispánico a partir de 1580, pero Felipe II estaba demasiado atado al Escorial como para irse a vivir a las orillas del río que de la raya para allá llaman Tejo. Allí vivió Pedro José de Alcántara de Meneses, IV marqués de Marialva, heroico defensor de la ciudad frente a los ataques argelinos tras el terremoto de 1755 y años después autor del más famoso tratado de equitación del siglo XVIII: “Luz del liberal y noble arte de la caballería” (1790). En torno a él se funde la historia y la leyenda con su hijo, el conde consorte de Arcos, muerto por un toro en la plaza mayor de Salvaterra durante unas fiestas de caballería, y el posterior arrebato del dolido padre que con capote y espada mató a la res causante de la tragedia, cuando el marqués contaba 66 años (la leyenda y un texto literario lo elevaron luego hasta los 82). Este dramón, presenciado por José I y su corte, dio pie al todopoderoso e ilustrado marqués de Pombal para prohibir las corridas reales, si bien el pueblo siguió celebrando sus fiestas de toros. Lo mismo en homenaje al marqués-padre-coraje los tres caballeros tomaron la muleta para descabellar, con desigual suerte, a pesar de ser mucho más jóvenes que don Pedro, tanto que Andrés Romero perdió la oreja en el toro de su alternativa.

Lo que ya tengo menos claro es si la monta y ejecución de algunas suertes –como el poner de rodillas el caballo y luego tumbarlo o un piafando con la manita coja- se adecuan mucho a los preceptos contenidos en el tratado del marqués que le ha prestado su nombre a la equitación en el país vecino -y por extensión al arte del rejoneo-, y también a la plaza donde se levanta el coliseo taurino lisboeta de Campo Pequeño.

En cambio sí debemos considerar como cosa de plebeyos el buscar el aplauso fácil de la solanera con gestos histriónicos tras clavar banderillas a estribo muy pasado; ponerle a un caballo Mandela; tocar las palmas por bulerías sin que haya salido aún el toro o batir palmas a compás del pasodoble como si esto fuera el concierto de año nuevo en Viena; dar orejas a mansalva; olvidar la navaja para cortar las orejas y retrasar el arrastre del burel esperando que crezca la petición, algo más viejo que el hilo negro, o adornar las crines con un lazo naranja. Bueno esto último más que de plebeyos es una ordinariez. Y no digamos nada del numerito del caballo Morante tirándole bocados al pobre toro. O los rejonazos de muerte traseros, bajos y atravesados. Esto, ni de plebeyos ni ordinariez, simplemente una putada.

Menos mal que en estos días desertan los abonados cabales y se llena la grada de plebeyas que parecen nobles, con melenas rubias planchadas o rizadas en airosos bucles, ajustadas blusas de sedas y tules y labios rojos de pasión. Tan insultantemente jóvenes que no sabían tararear el pasodoble “Chiclanera” –que cantado por Miguel de Molina tenía un fuerte tufillo tricolor-, el mismo que tocaba Tejera mientras Romero clavaba banderillas con los colores de la bandera de Huelva… y de los monárquicos portugueses.

Al salir de la plaza de toros me encontré por la antigua y evocadora calle de la Mar –otra ordinariez el llamarle García de Vinuesa- a mis jóvenes amigos Menxu Jiménez y Gongalo Gragera que venían de misa. Evidentemente ellos son más marqueses que plebeyos.

A %d blogueros les gusta esto: