Antonio LorcaAntonio Lorca.- Hizo calor, acudió menos gente que el día anterior y la corrida de Fuente Ymbro, de bonita estampa, de trapío de toro-toro y astifina, decepcionó de principio a fin. Es curioso cómo al toro guapo, coqueto y deslumbrante de salida se le va descomponiendo el tipo y afeando a medida que su comportamiento lo transfigura en un buey de carretas, o en un cobarde o en un mal bicho. Y el sueño se desmorona a un tiempo. Así, al final, casi dos horas y media después, el cuerpo queda dolorido, el alma en pena y con la ilusión de que mañana es otro día y vuelva a renacer —no queda otra opción— la esperanza.

Quedan pocos recuerdos después de tanto tiempo transcurrido; pero una corrida de toros es cada tarde un fogonazo de fuegos artificiales, unos luminosos, y apagados otros, de los que, casi siempre, queda un rescoldo.

Y ayer lo hubo. Sin ánimo de molestar a nadie, hubo un capote de categoría excelsa, de esos que se mueven al son que marca el corazón, que parecen trenzados en las yemas de los dedos y vuelan con vida propia. Y se dice lo de la molestia porque el dueño de tan singular engaño era un hombre de plata, Marcos Galán, subalterno de la cuadrilla de Javier Castaño, que lidió los dos toros y dio un recital de torería, de suavidad, de gracia, de cadencia y de toreo auténtico. No es que no molestara a los toros, es que a los dos les hizo un máster con cuatro capotazos, a cual mejor diseñado. Y todo ello, sin presunción, sin alharacas, sin perder la compostura y a sabiendas de cuál es su papel en el ruedo. Capote de plata convertido en oro, homenaje al buen toreo eterno.

Es verdad que los espadas del cartel también probaron el lucimiento. Castaño veroniqueó con sabor a su primero; Ureña hizo lo propio con sentimiento al segundo, y Esaú lo intentó por chicuelinas y se atrevió, incluso, a recibir a su lote con una larga cambiada de rodillas en los medios. Pero nada supo como esos vuelos mágicos del capote de Marcos Galán. Y, amigo, esas luminarias no se olvidan ni en tarde tan plúmbea como la de ayer.

Y hubo más, pero nada adquirió la consideración de obra bien hecha; hubo derechazos hondos de Esaú, un volapié casi perfecto de este joven matador, que le valió una oreja, la figura bien plantada de Ureña y una faena de buena factura de Castaño al cuarto; pero casi nada de lo dicho sirvió para levantar una tarde alicaída por el mal juego de los toros.

Ni siquiera la pareja de banderilleros formada por David Adalid y Fernando Sánchez estuvieron a la altura deseada; y Tito Sandoval, picador excelso, movió el caballo, pero no picó, como sus compañeros, porque ya no se pican a los toros, blandos y amuermados por naturaleza.

Encastado y deslucido fue el primero, y Castaño lo lidió a la defensiva, por alto, desbordado y con pocas ideas. Mejoró ante el cuarto, manso y encastado, pero su gran nivel estuvo por debajo del toro.

No le acompañó la suerte a Paco Ureña, que se estrenaba en La Maestranza como matador. Se le ve crecido y seguro, y maneja los engaños con soltura. Un manso huidizo, que buscó con locura la puerta de toriles, fue el segundo, y noblote y muy aplomado el quinto. Faltó la emoción del toro con movilidad, pero Ureña dijo que sabe torear.

Y Esaú Fernández —irrelevante ante el soso sexto— se llevó una oreja a su casa que ojalá le sirva para remontar el vuelo. Muy decidido toda la tarde, consiguió fijar la embestida del rajado tercero, le echó la muleta al hocico y dibujó redondos casi completos en una tanda que resultó muy meritoria. El resto careció de mando hasta la estocada final, volcándose sobre el morrillo, de la que el toro salió prácticamente muerto. La oreja puede ser discutida, pero no el estoconazo.

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